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martes, 24 de noviembre de 2015

Duro aprendizaje


No lo había visto desde que pasó aquello. Desde que su hijo decidió cerrar las puertas de su vida de manera violenta. Nos llamamos, nos enviamos cariño, le escribí un texto y teniendo como tenemos tantos amigos comunes esperaba el momento para verlo, darle un abrazo y prestarle mi hombro y mis manos. Hablo de una persona buena, jovial, querida, respetada, amiga de sus amigos, médico de esos que curan a los niños. De esos.

-.¿Cómo estás, amigo?
-. Bien, muy bien.
Esas han sido nuestras comunicaciones, escuetas. Hasta hace unos días.
Leyendo prensa en el salón de un hotel, alguien me tocó la espalda. Era mi amigo. Ya se imaginan en encuentro. Todo cariño, todo afecto. "¿Cómo estás, querido?, "muy bien", me dijo de nuevo. Creo que mentía. Hablaba de su hijo con distancia, con la certeza de haber sido un buen padre pero como quien habla de algo tan doloroso que mejor no mencionarlo. De pronto lo miré fijamente y creí ver en sus ojos, en su mirada, el dolor del mazazo. "La vida de los otros no nos pertenece, niña", concluyó. Recordó la importancia de los amigos y familia en los momentos más amargos de la vida y se emocionó. De pronto reparé en su acompañante. Su mujer. Me acerqué a ella a la que no conocía y la abracé igualmente. La misma pregunta: "Bien, saliendo, Marisol. El que está fatal es él...", señaló a su marido. Pobre mío.
"¿Sabes una cosa?, precisó ella mientras agarraba mis manos. "Duro aprendizaje de la vida, duro. Hasta hoy cada vez que sabía que un joven había decidido acabar con su vida, pensaba "algún problema tendría". Y no. Estaba equivocada. Mi hijo no tenía ninguno. Carrera terminada, trabajo, familia, todo y ya ves".
¿Y si concluimos que no quería vivir más, que se cansó?
Un horror para los que se quedan.

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