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domingo, 16 de marzo de 2014

Una extraña criatura llamada morsa


Es lista y peligrosa, y está dotada de un peculiar sentido musical.
Por Jeremy Berlin,
Sobre los témpanos de hielo y en las playas rocosas de las regiones más septentrionales del Atlántico Norte se amontonan unas masas informes de color canela, formando una suerte de montículos vivientes. Algunas pesan más de una tonelada; otras miden más de tres metros de largo. Cada una de ellas es una figura arrugada de dientes enormes y bigotes, profundas cicatrices y ojos sanguinolentos. Duermen, eructan, se pelean y braman.
Es posible que la vieja canción de los Beatles I am the walrus («Yo soy la morsa») hiciera algo más populares a estos extraños animales, pero lo cierto es que la mayoría de nosotros jamás ha visto ni verá una manada en estado salvaje. Y muy pocos fotógrafos han documentado a estos pinnípedos peligrosos, musicales y extremadamente sociales, parientes de las focas y los leones y elefantes marinos. «Yo mismo hacía de cebo –dice Paul Nicklen, quien pasó tres semanas fotografiando morsas del Atlántico con la ayuda del buzo sueco Göran Ehlmé–. Me sentaba en la orilla y las morsas se me acercaban. Les despertaba la curiosidad. Pero para averiguar lo que eres, tienen que darte golpes con los colmillos. Y para un humano, el golpe de una morsa puede ser mortal.»

Sus colmillos de marfil pueden medir más de medio metro. Los hincan en el hielo como un hacha para ayudarse a salir del agua. También los usan para atravesar a sus rivales y ahuyentar a los depredadores. Se han visto osos polares con perforaciones, flotando muertos en el océano.

Los bigotes son su otro rasgo emblemático: cientos de cerdas rígidas de color pajizo se erizan sobre sus labios, gruesas como una pluma de ave y sensibles como un dedo. Con estas vibrisas las morsas localizan almejas enterradas en el fondo marino. Después, para extraer la carne, utilizan la enorme fuerza succionadora de su boca, capaz de arrancarle la piel a una foca.
Estas potentes criaturas son también muy me­­lodiosas. Durante la época de apareamiento, de enero a abril, «los machos adultos estallan en cantos y toda clase de sonidos extraños, como los que producen las castañuelas, las campanas, los rasgueos de guitarra y los redobles de tambor –explica el científico del Instituto de Recursos Naturales de Groenlandia Erik W. Born–. El mejor cantante espera que su canción atraiga a la hembra más hermosa.»
Quince meses después del apareamiento nace una cría de 45 kilos. Durante dos años la afectuosa madre cuidará del retoño, lo cargará sobre el lomo y lo engordará con su nutritiva leche. Si todo va bien, podrá vivir 40 años. Antes tenía menos probabilidades. En el siglo IX los vikingos masacraban manadas enteras para hacerse con sus pieles y su grasa. Durante la Edad Media los europeos usaban los colmillos para tallar figuras de ajedrez. Desde el siglo XVI hasta el XX, los balleneros comerciales explotaron la población de morsas y redujeron su área de distribución, que antaño llegaba hasta Nueva Escocia.
Hoy la caza está restringida sobre todo a la población inuit, que obtiene de estos animales comida, prendas de vestir, herramientas, objetos de marfil y combustible. Es imposible saber cuántas morsas hubo en el Atlántico, quizá cientos de miles. En la actualidad puede haber entre 20.000 y 25.000. Pero incluso con los reconocimientos aéreos y los sistemas de seguimiento por satélite, las cifras son imprecisas.
«No es fácil pesar a las morsas, como tampoco lo es hacer un recuento de sus poblaciones –dice el investigador canadiense Robert Stewart–. Ocupan un área extensa y viven en colonias. Carecemos de datos de hace 50 años, por lo que no hay evidencias para determinar si su población ha crecido o menguado.»
La disminución del hielo marino parece que puede suponer un obstáculo para la especie, ya que las morsas utilizan los témpanos para alimentarse, parir y salir del agua. Si se ven forzadas a ir a la orilla, son más vulnerables a los ataques de los osos polares. Algunos testimonios sugieren que algunas poblaciones ya están afectadas.
Born está de acuerdo en que hay motivos para preocuparse, aunque por otro lado ofrece un panorama más optimista. Por ejemplo, las zonas donde las morsas del Atlántico buscan almejas «estaban antes cubiertas de hielo –dice–, y no tenían acceso a su fuente de alimento hasta que el hielo se desintegraba. Ahora pueden alimentarse durante más tiempo. Por lo tanto, el retroceso del hielo les podría ser favorable».
Puede llegar un momento en que nuevos problemas perturben la vida de las morsas: los furtivos, la caza abusiva, la navegación marítima a gran escala y la exploración de petróleo encabezan la lista. Pero, al menos por ahora, la morsa del Atlántico aún puede disfrutar de las almejas y de su espléndido aislamiento. 
fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/

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