A lo largo de mi carrera he trabajado en lugares plagados de fotógrafos extranjeros; pero en Corea del Norte suelo ser el único. Por eso siento que tengo una responsabilidad: si no tomo determinada fotografía, nadie la verá. Durante décadas las únicas imágenes que teníamos del país eran estampas propagandísticas, por eso la gente cree que Corea del Norte es un escenario de cartón piedra donde todo está amañado y nada es real. Así lo creía yo cuando fui por primera vez, el año 2000. Pero desde que en 2012 Associated Press abrió una oficina en Pyongyang, he estado 25 veces y he tomado miles de imágenes detrás de la fachada. Entiéndaseme bien: no tengo libertad de movimiento, no puedo fotografiar reactores nucleares ni campos de prisioneros, pero nadie censura mi trabajo. Muchos espectáculos son como puestas en escena, pero los participantes son personas reales. He aprendido a ver a los norcoreanos como gente normal, no como meros actores sobre un escenario geopolítico. Mi objetivo es que quienes vean mi trabajo hagan el mismo viaje. En un mundo en el que apenas queda nada nuevo por fotografiar, mi tarea es tratar de revelar cómo se vive dentro de esta sociedad hermética.
El fotógrafo David Guttenfelder y yo habíamos acudido al templo con nuestros «guardianes», los funcionarios del Gobierno que acompañan y «vigilan» a todo reportero extranjero allá donde vaya. Hice una breve entrevista a un monje y anoté un par de notas banales en mi cuaderno. «El budismo ayuda al pueblo a ser transparente, puro y honrado», sentenció.
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