Hay días en los que el Parlamento da mucha vergüencita, y ojalá solo fuera ajena.
Tengo una amiga que describe su política de actuación al arribar a una
plaza en los siguientes términos. Primero, pregunta: “¿A quién hay que
dorársela? —ella usa un verbo más gráfico—; luego, trata de obtener el
dato, y, solo después, obra en consecuencia. Dorándosela o dejándosela
de dorar a quien corresponda, pero sabiendo con quién se las ha de tener
tiesas. Sin llegar al pragmatismo soez de boquilla de mi colega, cierto
es que conviene estar al tanto de quién manda en los sitios por encima
de las apariencias para sobrevivir en la jungla. En ese sentido, hay días en los que el Parlamento da mucha vergüencita,
y ojalá solo fuera ajena. Días en los que sus señorías cumplen tan bien
con su papel de representación que nos retratan en todo nuestro
esplendor y miseria, como uno de esos espejos de lupa que te encuentras
en el bolso y tú, que te creías tan mona, te asustas al ver hasta el
último cañón del bigote que creías haberte arrancado esa mañana.
Ayer fue una de esas jornadas. Daba entre apuro y pena contemplar al
presidente Sánchez encanecer a ojos vista rechazando dejar de vender
armas a Arabia en castigo por el asesinato de Khashoggi
“en nombre de los intereses de España”. O sea, para seguir facturando a
Riad y mantener los empleos en Cádiz. Lo que opina la mayoría, vale. La
mayoría que nos rasgamos las vestiduras por un crimen horrendo pero
preferimos que haya pan en nuestra mesa. Hipócritas Anónimos, vale. Pues
bien, en cuestión de hipocresía, prefiero a Alejandro Agag, yerno del
expresidente Aznar, un tipo con piel de neopreno y estómago XXL. Agag ha
estado haciendo negocios en Arabia a cabeza alta y jeta descubierta.
Que le suda el neopreno lo de Khashoggi, vamos. Y que le cabe el AVE en
el buche, que diría Bibiana Fernández. Él, como la mayoría, sabe a quién
hay que dorársela, y actúa en consecuencia. Solo que sin complejos, sin
pamplinas, sin vergüenza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario