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lunes, 26 de diciembre de 2016

Lanzarote, una seductora isla hecha de contrastes

Haría

En esta isla hay tantas otras. Lanzarote contiene Stromboli, Krakatoa, Niihau, Islandia y Pascua. Y al mismo tiempo, la isla canaria es un universo pequeño sin paralelo, que no guarda similitud con ningún otro lugar.
Tampoco con la isla que tiene tan cerca. Desde el aire Fuerteventura parece una prolongación de Lanzarote; pero qué contraste de colores, de formas, incluso el litoral presenta otro aspecto. Su paisaje, tan mínimo la primera vez que lo vemos, está lleno de algo que grita su ausencia, que hay que conquistar mirando hacia dentro. En el desierto de Arizona me acordé de la isla canaria y también en la isla de Vulcano, en las Eolias, por diferentes razones.
¿Por qué es tan distinto el paisaje y la atmósfera de Lanzarote? La naturaleza, como un herrero golpeando una fragua furiosa, la modeló a fuego. Remotas erupciones volcánicas y estampidas de lava la prepararon para las sacudidas telúricas que durante cinco años, a mediados del siglo XVIII, hicieron de su faz un magma abstracto de colores y formas que nunca deja de sorprender. Fascinada y sobrecogida, la viajera inglesa Olivia Stone describía así las Montañas de Fuego en 1887: "Nada se mueve; no hay ni siquiera una ramita que nos indique de dónde sopla el viento; solo aridez y desolación". Y sin embargo ese "paisaje tremendo y magnífico" logra que nos concentremos en lo esencial, la substancia de la belleza, sin que nada nos distraiga. El silencio y la quietud son resaltados por el viento visitador que orquesta el panorama lanzaroteño: alza los brazos y enmaraña las nubes, maneja las sombras sobre los campos oscuros como un titiritero y nos ventila el alma.
Por ser distinta, esta isla hasta tiene un mar propio, a su imagen y semejanza: no es azul ni verde, y el turquesa no es tampoco el verdadero tono que lo define. A veces tramos de la costa aparecen rojos y se diría que se hubiesen desangrado allí ballenas mitológicas. Las olas tienen su manera de romper sobre la escoria encabritada, cual si todavía necesitara enfriarse, como en Los Hervideros, en el sudoeste de la isla. Olivia Stone fue de los primeros foráneos en ver que el paisaje de Lanzarote era "novedoso y por completo diferente al de cualquiera de las otras islas". Tal huella le dejó que en un poema la descubrimos "deseando con un suspiro que aquel hubiera sido su destino".
Desde el aire, cuando el avión inicia el descenso, Lanzarote me parece un crustáceo que respirase con dificultad bajo su armadura de lava. Arrecife surgió en torno al Charco de San Ginés como un barrio de pescadores y fue volviéndose con el tiempo la urbe central de la isla, que antes había sido Teguise. Ya aquí vemos la huella del fenómeno que cambió esta isla, después de los volcanes: César Manrique. El artista regresó de Nueva York a su patria chica en 1968 y desde entonces no dejó de retocar la obra de su vida.
Durante casi un cuarto de siglo Manrique forjó mediante sucesivas erupciones estéticas la imagen que hoy tenemos de Lanzarote. Por eso cualquier paso aquí es parte de lo que Fernando Arrabal llamó en su poema dedicado a la isla un itinerario de transformación. La firma CM está en Arrecife asimismo en el Castillo de San José, convertido en Museo de Arte Moderno, y en El Almacén. Pero también la encontramos en los más variados rincones: el Mirador del Río, los Jameos, el Jardín de Cactus, y desde luego en Taro de Tahíche, la casa que construyó sobre la misma lava, como un espejismo blanco, ahora sede de la Fundación César Manrique. Su muerte en accidente de tráfico en 1992 dejó su obra inacabada, a merced quizá de una nueva pesadilla del señor volcán.

Teguise, un pueblo para enamorarse

Paso por Tahíche atravesando la vega vigilado por las montañas Cabrera y Ubique. Apenas entrar en Teguise uno se enamora de este pueblo de estoica perfección y a veces desierto.Parece que todos se esconden, como observó René Verneau de las gentes de la isla. Sus tranquilas y silenciosas calles se transforman los domingos con el bullicio del mercado, en el que se puede encontrar desde la cestería local hasta los suaves quesos de cabra lanzaroteños. Entonces me adentro en El Jable, donde se establecieron los aborígenes de la isla, los majos. De ellos los normandos dijeron que eran "gente hermosa y bien parecida".
Los majos, también llamados conejeros, construyeron "casas hondas", excavadas en el subsuelo y utilizando rocas para protegerlas del viento. Esta arquitectura, diferente a la del resto de Canarias, donde la mayoría de pobladores vivía en cuevas, ha dejado huella en las casas tradicionales de la isla. Era un pueblo monoteísta y poliándrico; al parecer cada mujer tenía tres maridos, que se turnaban con las lunas. Recientes yacimientos alrededor de Teguise y otros lugares de Lanzarote van haciendo aflorar vestigios de los majos, presentes a su vez en Fuerteventura.
Siguiendo la ruta norte, a mediodía, cuando el sol arrecia, una visita a la cueva de Los Verdes resulta refrescante, si bien por aquí bajó la lava del volcán de La Corona. La galería de 6 km nos conecta con el origen de esta tierra, aquellas erupciones infernales que formaron la isla. Luego, los Jameos del Agua, armonía de lava y cal que encandila, actúan de perfecto contrapunto en ese itinerario que transforma nuestra visión del paisaje, combinando naturaleza torturada y civilización.
Y por fin, el pecho se expande ante el panorama construido del Mirador del Río, un nido de águilas que parece planear sobre el océano a 500 metros de altura desde el risco prodigioso de Famara. Cual vestigio de aquel continente desaparecido –Atlantis–, del cual cientos de leyendas todavía se cuentan en Lanzarote, se domina el perfil de La Graciosa. ¿Quién no se siente aquí un viejo albatros cansado de olas que otea una tierra de reposo?
Más allá de las cimas de Las Agujas y la Montaña Bermeja, diviso los islotes de Montaña Clara y Alegranza. Un isleño jamás se cansa de islas, por eso abordo el barco en Órzola para mirar desde su objetivo natural el mirador de Manrique. Y luego disfruto de la serena playa de Las Conchas, al noroeste de La Graciosa, donde el océano se tiñe de verde veronés y la brillante silueta de los islotes cercanos evocan un sueño que tuvimos. He nadado en pocos litorales vírgenes tan placenteros como los de Lanzarote. Ahí están la vecina caleta de Famara, y Papagayo, en Los Ajaches, donde el contraste entre los colores del agua y las rocas negras hace más excitante el baño. También me gustan las piscinas naturales de Los Charcones, al noroeste de Playa Blanca, remanso de paz y refugio del calor gracias al régimen de vientos que soplan en esa zona del sur.
Tal vez sea el centro de la isla, sin embargo, donde se halla lo más insólito de este universo sin par. La Geria, localizada entre las poblaciones de Mancha Blanca, San Bartolomé y Teguise, aglutina el enclave volcánico más reciente. Allí donde antes de 1730 había campos de cultivo que daban de comer a los isleños todo quedó anegado de una lava espesa e inmisericorde.

Viñedos sobre guijarros de lava

¿Quién iba a decir que en los lapilli o el picón, como aquí llaman a los guijarros de lava, estaba el futuro de unos frondosos viñedos? Mediante cercados de piedras, se protegen los cultivos de papas, legumbres y cochinilla, así como las parras que dan la famosa malvasía, que al decir de Shakespeare "perfuma la sangre". Las plantaciones de La Geria semejan piezas de land art, "anfiteatros vegetales surgiendo de las rocas", como Manrique definió a su Jardín de Cactus de Guatiza. Y gracias a esos campesinos obstinados degustamos los austeros platos de la isla: las papas arrugadas, el gofio, la ropa vieja, o el sancocho, una sabrosa cazuela de cherne en salazón con papas y batata.
El primero de septiembre de 1730 "reventó un volcán", informó el Cabildo a la Real Audiencia, "echando fuego diecinueve días en que dejó quemadas casas, aljibes, maretas, fábricas, pajeros, tierras labradías y montuosas". Un mes y medio después reventó otro volcán con tal virulencia que el Cabildo consideraba perdidas las cosechas, sepultadas muchas casas y los graneros quemados, y pedía ayuda para trasladar a Fuerteventura a las víctimas del desastre. Y eso no era más que el principio de una pesadilla volcánica de más de un lustro. Aquel infierno cubre ahora un extenso y accidentado malpaís de veinticinco cráteres.
Timanfaya es en cierto modo un paisaje interior que esconde más de lo que muestra. Ni un solo árbol que impida ver el bosque de escoria y humo. Dediqué una larga mañana a recorrer la Ruta de los Volcanes que, pasando por el Valle de la Tranquilidad, el Manto de la Virgen y el Barranco del Fuego, culmina en el espléndido Mirador de Montaña Rajada. Allí las vistas de los campos de lava no se olvidan. Otro día llegué al Islote de Hilario, entreteniéndome con los asaderos y los géiseres, acabando por recorrer la ruta del litoral que arranca de la playa de la Madera. Desde los acantilados se divisa el panorama de las cascadas de lava, petrificadas en su misma precipitación.
Después de este bautismo de fuego no puede extrañar que la fiesta más sentida de Lanzarote sea Nuestra Señora de los Dolores, también llamada de los Volcanes por los milagros que hizo en las peores erupciones. Fue un fraile franciscano quien en 1736, invocando a la santa, plantó la cruz para detener el flujo de lava, milagro que se repetiría un siglo después cuando surgió el volcán de Chinero. La romería se celebra a mediados de septiembre en Tinajo, el pueblo que tiene la mayor variedad de chimeneas en forma de cebolla, entre árabes y bizantinas, que solo he visto en esta tierra. De Mancha Blanca, donde está la ermita dedicada a la patrona de Lanzarote, parte la procesión que atrae gentes de toda la isla.
Bajando de Timanfaya por la costa unas filas de montículos blancos animan de golpe el paisaje. Las salinas de Janubio parecen jaimas de un campamento invasor, y a veces tienen un ligero tono rosado a causa del crustáceo rojo llamado artemia. A su vera, el lago de mar salobre que quedó atrapado por la lava como "un pedazo de azul robado al océano", en palabras del poeta Agustín Espinosa, compone un paisaje de una belleza incomparable.
Sentado en el terraplén pedregoso mirando el agua quieta surcada de patos chillones,comprendo lo que Olivia Stone sintió al abandonar esta isla única y múltiple. La pérdida de un estado de conciencia. ¿El espacio de meditación del que habló César Manrique? Mientras a mi espalda el oleaje ruge como si quisiera romper inútilmente los tímpanos del silencio, las jaimas de sal de Janubio van disolviéndose en la calima del atardecer.
http://www.nationalgeographic.com.es/viajes/grandes-reportajes/lanzarote-una-seductora-isla-hecha-contrastes_10953
JOSÉ LUIS DE JUAN

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