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martes, 25 de abril de 2017

Ladridos


No tienen hijos. Su familia más cercana han sido dos perritos a los que los vecinos de su barrio y el mío conocimos porque los veíamos pasear a diario. La semana pasada lloraban al segundo, el primero murió hace un año y pico. 

Están disgustados y me acerqué a verles. Hace tiempo que les conozco. Sé del amor por sus “niños” a los que en días fríos les ponían un jersey y los animales correteaban en la plaza felices, juguetones. No conozco sus vidas pero sin haber intimidad los considero amigos y buenas personas.  Los perritos les han acompañado doce y trece años. Los que hemos tenido animales sabemos el cariño desinteresado que nos regalan esos seres y el vacío que dejan cuando se van.
Para la pareja los perros son, eso, perros a los que hay que atender sin obsesiones. Por ahí iba la conversación cuando recordaron cómo llegaron a sus vidas. Uno, el pequeño, fue regalo de un amigo y el otro, el que ha fallecido hace poco, fruto de una búsqueda tenaz. Ya se sabe que el ladrido nocturno de un perro desquicia a cualquiera y se sabe también que no todos los ladridos lanzan el mismo mensaje.
De noche, cuando se escucharon con más nitidez, mis amigos comenzaron a sospechar que algo raro le ocurría a ese animal. Durante varias madrugadas trataron de localizar a los dueños del ladrador para saber si estaba enfermo, abandonado o siendo maltratado. Por el barrio hay muchas casas viejas de azoteas ocupadas, patios destartalos o habitaciones edificadas sin tino, un laberinto.  No era fácil pues saber de dónde salían los ladridos pero se empeñaron en saberlo; tocaron de puerta en puerta hasta que llegaron al dueño. Con mano izquierda le preguntaron por el animal que ladraba sin parar. “Es mío, lo tengo en el patio trasero”. En ese breve encuentro supieron que el perro vivía en una pocilga. El dueño, viudo, 83 años, le tiraba comida desde un ventanuco porque le tenía miedo. Cuando enviudó nadie se preocupó del animal y el hombre lo encerró en un diminuto patio donde esperaba la muerte.
Cuando vieron el panorama tomaron una decisión. Lo sacarían de allí como fuera así que en posteriores visitas le pidieron que se lo dieran porque “con nosotros estará bien”. Dijo sí y le abrió la puerta. El animalito vivió ocho años con la pareja, los mejores de su vida. La vejez del dueño y la intención de salvarlo evitó una denuncia por maltrato animal.
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