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sábado, 16 de mayo de 2015

Sesenta bailes para la seducción







El paraíso está en la bahía de Taki, al suroeste de Costa de Marfil: arena pesada y rubia, cocoteros, mangles y un mar aturquesado ribeteado de espuma que lame dócilmente la costa en forma de arco.
Se llega a este trocito de Edén a través de un camino rural que se interna entre plantaciones de cacao y caucho y fragmentos de selva. El camino parte del pequeño pueblo de Taki, sencillo y limpio, instalado bucólicamente entre cocoteros y sobre arena rubia, también a la vera del mar. En Taki viven los krumen, un pueblo que se extiende entre Liberia y Costa de Marfil y emparentado con etnias como los dida, los bété o los wé. Suspiran por inversiones en esa playa paradisíaca, por un aeropuerto internacional a dos pasos y un complejo turístico surgiendo entre los mangles de la bahía que se llene con cargamentos de europeos sedientos de sol y emociones auténticas.
 Aunque Taki es un lugar idílico y alejado de todo, ideal para artistas en busca de inspiración y gente que quiera aislarse del mundo, recluida en hogares de vecinos, en un pequeño hotel con encanto o un albergue resultón.


En Taki se reúnen los notables del pueblo, con un portavoz ejerciendo de enlace entre el "jeferío" local y los visitantes. Ofrecen nueces de cola con picante y bandji, un vino de palma local, embriagador en el tórrido calor de abril y ligeramente avinagrado. También reparten botellas de agua fresca y refrescos. El pueblo entero se concentra en explicar que desea desarrollo a base de turismo y que les sobran paz y belleza natural para enamorar a inversores y visitantes. Es una escena que se repetirá, pueblo tras pueblo, durante la próxima semana.
Taki no está solo en sus pretensiones. La Oficina de Turismo de Costa de Marfil y el ministerio al que se adscribe organizan regularmente visitas para que delegaciones extranjeras formadas por periodistas, posibles inversores y agencias de viaje conozcan los encantos del país y atraigan a turistas y empresarios hasta él. Saben que 60 etnias con sus correspondientes lenguas y culturas son su mayor atractivo y se emplean a fondo en explicar la diversidad cultural y de tradiciones que acogen, su autenticidad y su encanto para los visitantes.
Tradiciones, culturas
Las opciones de agroturismo y turismo cultural o de tradiciones y fiestas son tan variadas e interesantes como el propio mosaico de gentes que se configura en las tierras de Costa de Marfil. 
Petit Bondoukou, por ejemplo, ofrece visitas guiadas por las plantaciones de cacao y todos los secretos de las semillas imprescindibles para elaborar el delicioso chocolate. Soubré, la zona donde se encuentra, es la primera región productora de cacao del mundo, por delante de todo un país, Ghana, el segundo país productor del mundo. Costa de Marfil está a la cabeza en producción y exportación de cacao a nivel planetario. Si ahora mastica una chocolatina y a menos que su envoltorio especifique lo contrario, está masticando un 10 % de cacao de este país.

En la costa, Grand Jacques muestra cómo extraer la sal marina de calderos en ebullición durante tres días, cómo pescar en la orilla con una simple tanza anudada a una piedra, cómo atrapar vieiras hundiendo los dedos de los pies en la arena donde rompen las olas y cómo recolectar los cocos de las plumosas copas de los cocoteros haciéndolos rotar entre los pies desnudos de un chico hasta que se desprenden con un chasquido y caen a tierra. Jacqueville explica cómo alimentan a las madres recién paridas durante tres meses, ciñendo pulseras de cuentas a sus brazos y piernas que acaban reventando entre comidas caseras y mimos, mientras las más ancianas amasan sus carnes con rojo y brillante aceite de palma hasta convertirlas en joyas animadas, sanguíneas, con los bebés prendidos al pecho. También organizan una demostración de elaboración del attieké, una especie de cuscús que se obtiene rallando la mandioca y dorándola a fuego lento en grandes calderos. No sin antes precisar que, al principio de los tiempos, comían piel de la mandioca y tiraban el resto. En Dagourahio, un pueblito bété entre Issia y Sinfra, se lanzan a una poza para pescar con pequeñas redes vegetales en forma casi de cedazo, haciendo acrobacias ante las cámaras de los visitantes. Más reposadamente, ya en las calles de tierra del pueblo, se empeñan en exhibiciones de damas en el suelo, armados con trozos de caña hundidos en la tierra, y otros juegos y bailes árboreos y a ras de suelo. 
Cada pueblo tiene su baile, su máscara, su forma de danzar con el universo, sus juegos, sus historias.
El bailarín de Dagourahio, forrado con ropa y corteza dividida en tiras que forma una especie de tutú asfixiante en torno a su cintura, es capaz de desprenderse de la sagrada máscara durante el baile sin que nadie pueda verle la cara.  Tras unos minutos de expectación y pasmo, también tiene la habilidad necesaria para recuperarla sin revelar ni un pedacito de piel a los que le observan maravillados. Durante la danza se hace acompañar por un joven del pueblo que ejerce, temblando, de palmera. Su baile representa la tala y el desmembramiento del árbol.
El goh es la danza de Bonzi, una aldea a 5 kilómetros de Yamusukro. Dos jóvenes baulés portan máscaras delicadas, con cierto aire oriental y teñidas de color bermejo y amarillo casi calabaza. Se enfrentan en una exhibición de destreza y resistencia bajo un sol de justicia, con los tobillos cargados de cascabeles y mientras una percusión ensordecedora, a cargo de los chicos del pueblo, hace temblar los mangos y las tecas de los alrededores. Las mujeres también bailan formando un corro y dejándose caer de espaldas entre ellas, soltando risas tan ensordecedoras como la percusión de los chicos. Thérèse, una cantautora local armada con una guitarra de un material reciclado no identificable, entona ceremoniosamente una canción en homenaje a la visita, con el pelo recogido en un paño. Más allá y en plena noche se baila el Goly, con máscaras que representan a animales, como búfalos, entre una revoltura de cintas vegetales.
No hay espacio en esta entrada casi infinita para hablar de ritmos que prescinden de la máscara, como el mapuka, la enloquecedora vibración de glúteos que dominan las mujeres de Jacqueville, o el vertiginoso y sensual bolo super, en pareja o grupo y a modo de tango violento y acrobático sobre la arena de una playa de San Pedro. O de músicas más contemporáneas, de las rumbas y el coupé decalé de las discotecas y el azonto de los maquis, que nos recuerdan que Costa de Marfil es una encrucijada de músicas y pueblos enamorada de todas las manifestaciones de la cultura, la espiritualidad y la alegría.
Más de sesenta bailes con el universo a los que lanzar una ojeada inquisitiva, con los que moverse. Y aquí, en poco más de 1.000 palabras, nos concentramos en una minúscula parte de ese universo, sin salir del breve triángulo que une a Abiyán con San Pedro y Yamusukro y dejando fuera kilómetros de bailes, máscaras y tradiciones a explorar.
fuente : http://blogs.elpais.com/africa-no-es-un-pais/2015/05/agroturismo-en-costa-de-marfil.html

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