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viernes, 7 de junio de 2013

He perdido toda confianza en la Policía.

Llamadme ingenuo si queréis, pero no hace mucho tiempo yo confiaba en la Policía.
Ya no.
Yo pertenezco a una generación y grupo social que por diversas razones ha tenido una relación complicada con la Policía. He vivido la época del tardofranquismo y el comienzo de la Transición, cuando los cuerpos represivos eran claramente un apéndice del Poder, una institución que, aunque de vez en cuando podría aportar algún beneficio al ciudadano modesto, no era popular. En la mentalidad general del pueblo pesaba sobre todo la impresión de que la policía estaba fundamentalmente para proteger a los poderosos. Cualquiera sabía el trato diferente que los policías y guardias civiles presentaban al resto de personas cuando interactuaban con ellas, individual o colectivamente.
Poco a poco, nos intentaron convencer de que la Policía era una parte del pueblo, una institución más de la sociedad democrática. Y poco a poco les fuimos creyendo.
O al menos yo les fui creyendo. Con dificultades, porque sabía que no en todos los lugares ello era así, y porque de vez en cuando podía encontrar momentos de arbitrariedad o mal funcionamiento. Pero siempre se podía pensar que se trataba de uno de los fallos inevitables de una sociedad imperfecta, achacable a un funcionario incompetente o a un mando demasiado ambicioso (o, incluso, a la presión en una situación de terrorismo, en el caso más extremo).
Pero en los últimos meses, acompañando a la degradación general de todas las instituciones españolas, también mi opinión sobre la institución policial ha retrocedido treinta años. La Policía es de nuevo una institución al servicio del Poder, sin más.

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