La conocí cuando era una niña. No tendría más de 10 añitos. Su madre, una mujer guapa, de piel blanca, ojos azules, alta y delgada, la llevaba a la piscina. Yo era nadadora y un día supe que buscaban a una de nosotras para enseñar a aquella criatura cuya discapacidad física no era grande, pero su falta de atención sí. No lo dudé. Durante dos veranos nos bañamos juntas. El chófer aparcaba en la puerta y su mamá la acercaba a la piscina donde la esperaba. Casi a la fuerza le quitaba el vestido, le ponía un bañador azul y le untaba la nariz de cremita.
Con el paso del tiempo tuve conversaciones cómplices con la madre en las que intuí el dolor que le suponía el futuro incierto de su hija. No recuerdo si Eli, así se llamaba, tenía hermanos; sabía poco de ellos. Lo que sí supe siempre es que la persona que la traía y la llevaba era su madre. Pasado el tiempo la vida nos separó. Ella me regaló un reloj y yo un juego y no volvimos a vernos. Alguna vez pensé qué habría sido de aquella niña, de su vida, de sus cuidados, la gran preocupación materna. Nunca olvidé ni sus ojos, ni su alegría cuando me veía. Pero la vida es muy puñetera y te espera en la esquina. En Navidad acudí a comprar manualidades que jóvenes discapacitados exponen en Adepsi, asociación que atiende a estos chicos. De pronto entre tanta bulla en un rinconcito, bailando sola, estaba ella, Eli. Ya es mayor.
La abracé y me miró con extrañeza. Su madre no estaba…
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