«Incendiaron esta ciudad dos veces –dijo Atilla Engin desde lo alto de Oylum Höyük, un montículo artificial, hoy pelado, del sudeste de Turquía–. No sabemos quién lo hizo ni por qué. Por entonces había muchas guerras.»
Fueron muchos los imperios que se turnaron en el dominio del corazón de Asia Menor, terreno de batalla casi perpetuo. Engin se centraba en un asentamiento de la Edad del Bronce, posiblemente una poderosa ciudad-estado llamada Ullis que figura en las antiguas crónicas hititas y en papiros de la Edad del Hierro. Para llegar a aquella ciudad perdida, su equipo había excavado una sucesión de estratos que parecían cardiogramas de hostilidades: arrugados horizontes de tierra, cenizas y escombros, 9.000 años de sístole y diástole, construcción y destrucción.
«Las cosas no cambian –dijo Engin. Esbozaba la media sonrisa fatigada de un hombre que concibe el tiempo en milenios–. Las potencias extranjeras siguen disputándose esta región, la llanura mesopotámica. Es el punto de encuentro entre África, Asia y Europa. Es el corazón de Oriente Próximo. Es una puerta al mundo.»
Desde lo alto de la escala que utilizaba para fotografiar la amplísima excavación, Engin casi alcanzaba a vislumbrar el campo de refugiados de las inmediaciones de Kilis, una ciudad turca situada en la frontera con Siria. Unas 14.000 personas huidas de la apocalíptica guerra civil siria llevan dos años y medio esperando con impaciencia en el campo, embotados de puro aburrimiento. Y otros 90.000 sirios han tomado en avalancha la destartalada ciudad, duplicando la población original y disparando los alquileres. (La semana anterior una turba antisiria había atacado a unos refugiados y destrozado sus coches.)
En Turquía hay más de 1,6 millones de refugiados de guerra sirios. Otros 8,2 millones, o más, están desplazados dentro de las fronteras sirias o sobreviven en la precariedad más absoluta en estaciones de paso tan inseguras como Líbano o Jordania. La guerra también se deja sentir en la vecina Iraq, donde los fanáticos del Estado Islámico han desarraigado a otros dos millones de civiles. En total, unos 12 millones de almas se mueven a la deriva por todo Oriente Próximo. Como sucedió con la crisis de refugiados que tuvo lugar durante y después de la guerra afgano-soviética de los años ochenta –un pulso de la Guerra Fría que desplazó y acto seguido olvidó a millones de seres humanos hambrientos y desesperanzados, sembrando el germen de años de terrorismo islamista transnacional–, las repercusiones políticas para la región son inconmensurables y resultarán irreversibles.
«Esto ya no se limita únicamente a Turquía o Siria –me dijo Selin Ünal, portavoz de ACNUR, la agencia de la ONU para los refugiados, en el campamento de Kilis–. Es un problema que afectará al mundo entero. Aquí se está gestando algo de proporciones históricas.»
Había subido al montículo de Oylum, en el sudeste de Turquía, como parte de mi Caminata Más Allá del Edén, un viaje de siete años que reproduce la primera diáspora humana desde África hasta el finisterre de nuestra especie, el extremo austral del Cono Sur. En mi andadura por Oriente Próximo me había topado con personas desesperadas, hombres y mujeres a quienes la guerra multidimensional de Siria había llevado aquí o allá, como el mar arrastra y abandona los restos de un naufragio. Recogían tomates por menos de 10 euros al día en Jordania. Mendigaban calderilla en las esquinas de las ciudades turcas. A algunos los descubrí acuclillados bajo lonas en la estepa anatolia, fugitivos de la ira de las turbas nacionalistas urbanas. Sus hijos andrajosos vigilaban mis movimientos, evaluándome con ojos inquisidores.
El montículo de Oylum se eleva en el corazón del Creciente Fértil, la ancestral zona templada del Levante mediterráneo donde nació la modernidad. Fue allí donde la humanidad se asentó por vez primera, donde fundó las primeras ciudades, donde inventó el concepto de un hogar permanente, sedentario. Y sin embargo yo llevaba meses vagando por un mar infinito de personas sin hogar. Pregunté a Egin qué había sido de los pioneros habitantes urbanos de Oylum cuando hace unos 3.800 años unos invasores desconocidos irrumpieron en su ciudadela y la quemaron hasta los cimientos. No lo sabía con seguridad. «Regresaron al campo –dijo. Posó una palma en la frágil pared de la excavación–. Olvidaron las ciudades. Se empobrecieron.»
Y algunos, sin duda, se reagruparon. Quizá llegaron incluso a conquistar a sus conquistadores. La migración forzosa engendra imperios.
La ONU calcula que a finales de 2013 había más de 51 millones de desplazados en todo el mundo por causa de la guerra, la violencia y la persecución. Más de la mitad eran mujeres y niños. Entre los refugiados sirios de Turquía la proporción se dispara hasta el 75 %. Los hombres se quedan en el país para combatir o para proteger sus propiedades. Las mujeres y los niños se convierten en transeúntes depauperados. Los periodistas no suelen seguir a estas mujeres cuando sus pasos las llevan a los barrios de chabolas de las ciudades, a los campamentos abarrotados, a los tenderetes levantados con cuatro palos y un plástico en un campo de sandías. A los burdeles. Sus infortunios no son telegénicos. En sus historias no hay explosiones de película. No hay banderas ni frentes de batalla en desafío al dictador Bashar al-Assad, a los incontables rebeldes. Las mujeres de Siria sufren sus guerras en soledad, en silencio, en tierras extrañas.
«Es un enorme problema latente –me dijo Elif Gündüzyeli, una trabajadora social de la organización humanitaria turca Support to Life (en turco, Hayata Destek)–. Y la vulnerabilidad de estas mujeres está transformando la sociedad.»
En la Turquía laica, un tsunami de mujeres sirias que llegan solas está reavivando tradiciones islámicas prohibidas, tales como la poligamia. En Jordania, las familias refugiadas casan a hijas de apenas 13 años con la esperanza de que esos matrimonios las saquen de los campamentos, de las calles, de la pobreza.
«Aquí nadie te protege –me dijo Mona (nombre ficticio), una joven siria varada en la ciudad turca de Şanlıurfa–. Te acosan todo el rato. A mí tres hombres intentaron meterme en un coche. Me agarraron del brazo. Yo me puse a chillar. Los viandantes no movieron ni un dedo. Ni un dedo. Quiero irme de aquí. ¿Usted puede ayudarme? ¿Adónde podría ir?»
En otras ciudades turcas atestadas de refugiados han estallado protestas antisirias. En un caso el detonante fue el apuñalamiento de un turco a manos de su vecino sirio. Un rumor falso achacó el asesinato a que el turco exigía cobrarse el alquiler en especie con la esposa del sirio.
«Cuatro. No, cinco», me dijo una kurda siria llamada Rojin (también nombre supuesto) refiriéndose a las propuestas de matrimonio que había recibido en Turquía tan solo en la semana anterior. «Yo dos», añadió su hermana. «Yo tres», apuntó una tercera. Las tres hermanas estaban sentadas con las piernas cruzadas en una habitación vacía, decorada con un diente de león en una botella de Coca-Cola. Raras veces salían de la habitación. En la familia había una cuarta mujer que no había recibido propuestas matrimoniales: la abuela demenciada. La anciana parpadeaba, perdida en sus ensoñaciones. Era una imagen dura. No comprendía lo que había perdido. Había nacido en Alepo cuando Siria estaba bajo mandato francés. Sus nietas confiaban en poder asilarse en Francia.
En las ruinas carbonizadas de la inmemorial ciudad que yace bajo el montículo de Oylum, Engin ha descubierto dos esqueletos. Las dos víctimas de la misteriosa destrucción de la ciudad son mujeres. Lo ignoramos casi todo de ellas, excepto si acaso su bajo estatus social y las duras condiciones en las que tal vez vivieron. Los esqueletos estaban en posición fetal sobre el suelo de la cocina de un magnífico palacio de adobe.
«Es un enorme problema latente –me dijo Elif Gündüzyeli, una trabajadora social de la organización humanitaria turca Support to Life (en turco, Hayata Destek)–. Y la vulnerabilidad de estas mujeres está transformando la sociedad.»
En la Turquía laica, un tsunami de mujeres sirias que llegan solas está reavivando tradiciones islámicas prohibidas, tales como la poligamia. En Jordania, las familias refugiadas casan a hijas de apenas 13 años con la esperanza de que esos matrimonios las saquen de los campamentos, de las calles, de la pobreza.
«Aquí nadie te protege –me dijo Mona (nombre ficticio), una joven siria varada en la ciudad turca de Şanlıurfa–. Te acosan todo el rato. A mí tres hombres intentaron meterme en un coche. Me agarraron del brazo. Yo me puse a chillar. Los viandantes no movieron ni un dedo. Ni un dedo. Quiero irme de aquí. ¿Usted puede ayudarme? ¿Adónde podría ir?»
En otras ciudades turcas atestadas de refugiados han estallado protestas antisirias. En un caso el detonante fue el apuñalamiento de un turco a manos de su vecino sirio. Un rumor falso achacó el asesinato a que el turco exigía cobrarse el alquiler en especie con la esposa del sirio.
«Cuatro. No, cinco», me dijo una kurda siria llamada Rojin (también nombre supuesto) refiriéndose a las propuestas de matrimonio que había recibido en Turquía tan solo en la semana anterior. «Yo dos», añadió su hermana. «Yo tres», apuntó una tercera. Las tres hermanas estaban sentadas con las piernas cruzadas en una habitación vacía, decorada con un diente de león en una botella de Coca-Cola. Raras veces salían de la habitación. En la familia había una cuarta mujer que no había recibido propuestas matrimoniales: la abuela demenciada. La anciana parpadeaba, perdida en sus ensoñaciones. Era una imagen dura. No comprendía lo que había perdido. Había nacido en Alepo cuando Siria estaba bajo mandato francés. Sus nietas confiaban en poder asilarse en Francia.
En las ruinas carbonizadas de la inmemorial ciudad que yace bajo el montículo de Oylum, Engin ha descubierto dos esqueletos. Las dos víctimas de la misteriosa destrucción de la ciudad son mujeres. Lo ignoramos casi todo de ellas, excepto si acaso su bajo estatus social y las duras condiciones en las que tal vez vivieron. Los esqueletos estaban en posición fetal sobre el suelo de la cocina de un magnífico palacio de adobe.
Jason Ur, arqueólogo de Harvard, estudia la evolución de los patrones de asentamiento en la Asiria antigua. «La región tiene una historia tan larga como triste de desplazamientos poblacionales», dice Ur. Sucedieron «reiteradamente durante los últimos 3.000 años como mínimo».
Más de un bajorrelieve mesopotámico representa ejércitos de la Edad del Hierro arreando poblaciones enteras como si de ganado se tratase. En estas escenas milenarias los civiles aparecen cautivos, uncidos. Encadenados. De este modo, por la fuerza, se reubicaban comunidades enteras, para utilizarlas como mano de obra agrícola en beneficio de uno de los primeros imperios del mundo. Ur y su colega James Osborne publicarán próximamente un artículo en el que sugieren que en el este de Siria los asentamientos surgieron entre los años 934 y 605 a.C., siguiendo un «patrón repetitivo de pequeñas poblaciones ubicadas a distancias regulares» dibujado por la mano de los reyes neoasirios.
Saddam Hussein, el «carnicero de Bagdad», hizo algo muy parecido en el norte de Iraq, de donde desalojaba a los kurdos «díscolos» para instalar a obedientes campesinos de etnia árabe. Hace un siglo los turcos purgaron a los armenios «desleales»: mataron hasta 1,5 millones de personas y entregaron sus tierras a los vecinos turcos de los asesinados. Esta historia les sonará familiar a los siux, a los apaches. Limpieza étnica, ingeniería social despiadada: no son conceptos nuevos. Nacieron con la ciudad-estado.
En un templo erigido por el rey neoasirio Asurnasirpal II, quien gobernó Nimrud (al sur de la actual ciudad iraquí de Mosul) entre 883 y 859 a.C., se lee la siguiente inscripción: «Hice muchos prisioneros entre las huestes: a veces les cortaba los brazos [y] las manos; a otros les cortaba la nariz, las orejas, las extremidades. A muchos soldados les arranqué los ojos. Amontoné una pila de vivos [y] otra de cabezas. Las cabezas las colgué de los árboles por toda la ciudad».
Y: «Limpié mis armas en el Gran Mar y elevé sacrificios a los dioses».
Tan primitivas jactancias suenan hoy a algo contemporáneo, como un vídeo del Estado Islámico colgado en YouTube.
Anatolia, la vasta península asiática de la Turquía oriental. Una encrucijada continental. La eterna frontera de imperios. Un palimpsesto de migraciones forzadas.
Recorrí sus carreteras polvorientas dejando atrás los cimientos quebrados de las ciudades asirias. Vi frontones sobre columnas griegas engullidos por jardines de maleza. Pasé frente a iglesias armenias en ruinas reconvertidas en mezquitas. Pisé calzadas desgastadas por interminables procesiones de pies romanos. En la inmemorial Harrán, un antiguo centro de erudición bajo dominio romano, bizantino y árabe, a solo 20 kilómetros de la frontera siria, miles de estudiosos musulmanes experimentaron en otro tiempo con la física y la ingeniería. Un minarete se alza en una explanada vacía: es cuanto queda de la ciudad que fue arrasada por los mongoles. Y dejé atrás las tiendas blancas de los sirios. Estaban plantadas por doquier. Su triste presencia en el paisaje milenario se me antojó la señal de un cambio de grandes consecuencias, un presagio insondable. Como la diáspora palestina. O la diáspora judía. La historia retumbaba en el subsuelo. Las tiendas de los refugiados relucían doradas en la noche, una constelación nueva.
«Todos pensaban que sería provisional», me dijo en Kilis un panadero turco llamado Mustafa Byram. Él quería ser solidario. Turquía había sido solidaria, había gastado miles de millones de euros para dar cobijo y alimento a los refugiados. Pero los sirios no dejaban de llegar. Le estaban quitando el sustento a Bayram. Trabajaban por una miseria. Abrían tiendas ilegales y reventaban los precios. «Creo –dijo con amargura– que deberíamos juntarlos a todos y meterlos en un campamento gigante.»
En Siria se recrudecía la guerra. Engin iba quedándose sin obreros. Todas las mañanas había unos cuantos que no se presentaban. Abandonaban la excavación arqueológica de Oylum y cruzaban la frontera. Quizá para sumarse a la yihad.
Caminé todo el otoño. Bajaban las temperaturas. Me vi pasando sobre filas de hormigas que corrían con frenesí por la quebradiza hierba amarilla. Eran de un negro brillante, como de petróleo, y desaparecían en sus agujeros. Transportaban enormes cantidades de semillas. En ellas creí leer un mensaje: acopiad provisiones. Tras una falsa primavera árabe, el crudo invierno se cernía sobre Oriente Próximo.
Más de un bajorrelieve mesopotámico representa ejércitos de la Edad del Hierro arreando poblaciones enteras como si de ganado se tratase. En estas escenas milenarias los civiles aparecen cautivos, uncidos. Encadenados. De este modo, por la fuerza, se reubicaban comunidades enteras, para utilizarlas como mano de obra agrícola en beneficio de uno de los primeros imperios del mundo. Ur y su colega James Osborne publicarán próximamente un artículo en el que sugieren que en el este de Siria los asentamientos surgieron entre los años 934 y 605 a.C., siguiendo un «patrón repetitivo de pequeñas poblaciones ubicadas a distancias regulares» dibujado por la mano de los reyes neoasirios.
Saddam Hussein, el «carnicero de Bagdad», hizo algo muy parecido en el norte de Iraq, de donde desalojaba a los kurdos «díscolos» para instalar a obedientes campesinos de etnia árabe. Hace un siglo los turcos purgaron a los armenios «desleales»: mataron hasta 1,5 millones de personas y entregaron sus tierras a los vecinos turcos de los asesinados. Esta historia les sonará familiar a los siux, a los apaches. Limpieza étnica, ingeniería social despiadada: no son conceptos nuevos. Nacieron con la ciudad-estado.
En un templo erigido por el rey neoasirio Asurnasirpal II, quien gobernó Nimrud (al sur de la actual ciudad iraquí de Mosul) entre 883 y 859 a.C., se lee la siguiente inscripción: «Hice muchos prisioneros entre las huestes: a veces les cortaba los brazos [y] las manos; a otros les cortaba la nariz, las orejas, las extremidades. A muchos soldados les arranqué los ojos. Amontoné una pila de vivos [y] otra de cabezas. Las cabezas las colgué de los árboles por toda la ciudad».
Y: «Limpié mis armas en el Gran Mar y elevé sacrificios a los dioses».
Tan primitivas jactancias suenan hoy a algo contemporáneo, como un vídeo del Estado Islámico colgado en YouTube.
Anatolia, la vasta península asiática de la Turquía oriental. Una encrucijada continental. La eterna frontera de imperios. Un palimpsesto de migraciones forzadas.
Recorrí sus carreteras polvorientas dejando atrás los cimientos quebrados de las ciudades asirias. Vi frontones sobre columnas griegas engullidos por jardines de maleza. Pasé frente a iglesias armenias en ruinas reconvertidas en mezquitas. Pisé calzadas desgastadas por interminables procesiones de pies romanos. En la inmemorial Harrán, un antiguo centro de erudición bajo dominio romano, bizantino y árabe, a solo 20 kilómetros de la frontera siria, miles de estudiosos musulmanes experimentaron en otro tiempo con la física y la ingeniería. Un minarete se alza en una explanada vacía: es cuanto queda de la ciudad que fue arrasada por los mongoles. Y dejé atrás las tiendas blancas de los sirios. Estaban plantadas por doquier. Su triste presencia en el paisaje milenario se me antojó la señal de un cambio de grandes consecuencias, un presagio insondable. Como la diáspora palestina. O la diáspora judía. La historia retumbaba en el subsuelo. Las tiendas de los refugiados relucían doradas en la noche, una constelación nueva.
«Todos pensaban que sería provisional», me dijo en Kilis un panadero turco llamado Mustafa Byram. Él quería ser solidario. Turquía había sido solidaria, había gastado miles de millones de euros para dar cobijo y alimento a los refugiados. Pero los sirios no dejaban de llegar. Le estaban quitando el sustento a Bayram. Trabajaban por una miseria. Abrían tiendas ilegales y reventaban los precios. «Creo –dijo con amargura– que deberíamos juntarlos a todos y meterlos en un campamento gigante.»
En Siria se recrudecía la guerra. Engin iba quedándose sin obreros. Todas las mañanas había unos cuantos que no se presentaban. Abandonaban la excavación arqueológica de Oylum y cruzaban la frontera. Quizá para sumarse a la yihad.
Caminé todo el otoño. Bajaban las temperaturas. Me vi pasando sobre filas de hormigas que corrían con frenesí por la quebradiza hierba amarilla. Eran de un negro brillante, como de petróleo, y desaparecían en sus agujeros. Transportaban enormes cantidades de semillas. En ellas creí leer un mensaje: acopiad provisiones. Tras una falsa primavera árabe, el crudo invierno se cernía sobre Oriente Próximo.
fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/9952/refugiados_sirios.html?_page=2
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