María Sánchez
Normalmente, cuando hablamos con una persona, solemos fijarnos en varios aspectos de su fisonomía. Entre ellas están las manos, los ojos, de los que se suele decir que son el espejo del alma, y también en su boca o, mejor dicho en su dentadura.
Una dentadura perfecta atrae la mirada de la persona que tenemos frente a nosotros y viceversa. Hoy existen muchos y variados procedimientos, para tener una dentadura perfecta, eso sí, a cambio de tener una cartera abultada, ya que todo lo concerniente a la ortodoncia y sus derivados, nos cuesta un riñón y parte del otro.
Como digo anteriormente, hoy existe un sin fin de medios para tener una dentadura perfecta y cuidada, pero sorprendentemente, se ha constatado que en el siglo VIII a. c, ya existían aparatos de magnifico diseño, usados por los griegos y etruscos para corregir diferentes anomalías.
Cuando no se conocía la pasta dental, nuestros antepasados se las apañaban usando remedios, muchos de ellos de dudosa veracidad, pues eran tan agresivos que los dientes caerían por el remedio y no por la enfermedad.
Como ejemplo les comentaré algunos de ellos. En el Egipto antiguo usaban una sustancia llamada Clistel, elaborada a base de piedra pómez, sal, pimienta, aguas, uñas de buey, cáscara de huevo y mirra.
También se usaba la orina humana por el amoniaco que se encuentra en ella.
Por suerte hubo una persona que un día inventó la cómoda pasta de dientes, que con algunas variantes desde que se inventó, es la que nos proporciona la ayuda para mantenerlos lo más limpio posible.
Fue el médico romano Escribonius Largus, que vivió en el siglo I de nuestra era, el inventor de la pasta dental. La fórmula que conocemos hoy dista mucho de aquella primera, que se componía de una mezcla de vinagre, miel, sal y cristal machacado.
Hoy la encontramos de muchos y diversos sabores, tantos que en ocasiones no sabemos por cual decantarnos.
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