Cuando mis padres eran novios se vivía en un estado de alarma
permanente. También había vecinos con vocación de policía en las
ventanas, echando miradas sospechosas sobre los que caminaban por las
calles.
Los solteros no podían salir solos con sus novias, siempre
había una hermana que vigilaba. Mi padre le daba un duro a mi tía Miriam
para que se fuera a comprar golosinas, o le prestaba su bicicleta, para
tener unos minutos sin testigo con mi madre mientras mi tía pedaleaba
por las calles de Arenales, que todavía hacían honor a su nombre.
Pero en Juncalillo no había calles por donde pasear y más que un estado
de alarma había un estado de excepción. Por eso si el novio quería ver a
la novia entraba en su casa, según me recordaba este domingo mi madre,
ponían una mesa por medio, y se sentaba uno a cada lado. Hubo casos en
que la madre de la novia se quedaba en la ventana hablando mientras
estaban los tortolitos dentro, la pasión fue más rápida que la
conversación de la madre en la ventana y, aunque parezca increíble, en
Juncalillo nació algún niño de penalti.
Sé que me arriesgo a ser denunciado por algún vecino con vocación de
policía, de los tantos que han salido en este estado de guerra surgido
por culpa del famoso covid-19. Este domingo me sentí como aquellos
novios que iban a echarle un puño a la baifa. Me acerqué al barrio de mi
madre y estuve un buen rato con ella. La llamé y se asomó a la ventana
del primero (bendito primer piso). Y nos pusimos a hablar.
La soledad de la gente mayor que no puede ver a sus nietos y nietas o a
sus hijos si están trabajando (como es mi caso), es de las cosas más
crueles que nos trae esta pandemia. En las residencias no dejan salir a
los viejitos de sus habitaciones por el riesgo al contagio. Unas residencias en manos de fondos buitres
que son tan rápidos para especular con el aparcamiento de los viejos y
tan lentos para tomar medidas preventivas o comprar máquinas para hacer
análisis, con lo que cobran a cada usuario tienen para hacer varias
pruebas.
Mi madre tiene tres ventanas para comunicarse con el mundo: el teléfono,
la televisión y la ventana que da para el parque. Entre semana me tiene
en las dos primeras ventanas. Por suerte mis hermanas están ahí cada
día y cada noche, cuidándola. El fin de semana me acerco a la ventana de
la calle, no puedo entrar en su casa para no ponerla en situación de
riesgo. La memoria va y viene, por eso esta tarde durante la
conversación me invitó como cinco veces a subir a tomar un café, o me
dijo “mañana vienes con los niños y te hago un potaje”. Para no perder
la costumbre de que me lleve comida de su casa me ofreció unos
aguacates. “Mamá, que no debo entrar en tu casa”. La respuesta fue
inmediata “te los tiro por la ventana”. Me reí.
La conversación llegó hasta las siete, y empezaron a abrirse las otras
ventanas y a sonar los aplausos desde balcones. Le expliqué a mi madre
que los vecinos aplaudían a los que luchan contra el virus: personal de
Sanidad, de limpieza, trabajadoras sociales…”Aplaude Carmela”, y mi
madre aplaudió, y sonrió un poco cuando le pedí que le echara ganas al
aplauso. Un beso volado de despedida, me fui antes de que Carmela se
pusiera a tirarme aguacates desde la ventana y se descubriera que había
ido a echar un puño a la baifa clandestino. Carmela dejó de sonreír
cuando cerró la ventana. Maldito coronavirus. @juanglujan
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