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sábado, 21 de marzo de 2020

DÍAS DE CARNAVALES SIN MASCARITAS

Mary Almenara.

 

Este año, y a causa del Coronavirus, nos hemos quedado sin las fiestas de las carnestolendas, pero aun así quiero dedicar este artículo a unas fiestas que para muchos son las favoritas.
Decía un antiguo refrán “Ya llegan los carnavales por la punta de la Isleta, el que no tiene disfraz que se ponga una pañoleta”.


 










Tirando de mi hemeroteca de recuerdos les contaré cómo se vivían los carnavales allá por los años sesenta, setenta. Para empezar hay que dejar claro que en aquella época, no disponíamos de la gran variedad de artículos con los que contamos hoy para hacernos con el disfraz más ostentoso u horroroso, que también los hay.
Aunque había personas con mucha creatividad, también es cierto que se apañaban con lo que tenían en casa. En los hogares con poco poder adquisitivo se tiraba de las ropas de los ancianos: la pañoleta, el refajo y el pañuelo negro de la abuela. Estas tres prendas era lo más socorrido para que un hombre se convirtiera en una respetable señora, cabe resaltar que algún hombre se negaba a quitarse el bigote, pero no dejaba de pintarse los labios de un rojo intenso, ya pueden imaginarse la imagen. Por otro lado las mujeres  se hacían con los pantalones de dril del padre, con su correspondiente remiendo de otro color más clarito, añadiendo el sombrero medio desteñido y el camisón a rayas, con los zurcidos en los agujeros provocados por las brasas del cigarro Kruger, si además de esto estaba manchado de plataneras… mejor aún. Los que no tenían caretas ni dinero para comprarla, cogían una talega blanca a la que le hacían un agujero para: los ojos, la boca, y la nariz, como guantes usaban unos calcetines.  
De esta guisa y con un cesto de caña colgado del brazo, visitaban a los vecinos y familiares al son de la cantinela de ¿Me conoce mascarita? También solían pedir un huevo. En la mayoría de las casas, además del “huevito” se les brindaba con un poco de arroz con leche, una tortilla de calabaza o un poco de frangollo acompañado muchas veces, de un pizco de anís para aliviar el frío de aquellos días.
Al anochecer salían de las casas camino de la fraternidad donde se hacía el baile. Antes de entrar debías identificarte. Si eras mujer pasabas sin problemas pero si eras hombre y no socio tenías que pagar una cuota.
Las carroza llegaron mucho más tarde y distaban mucho de las de ahora, estas se hacían en la carrocería de un camión adornado con hojas de palmeras. A este acontecimiento se le llamaba batalla de flores que son, probablemente, la antesala de las actuales carrozas. De los disfraces que les relato a los de ahora hay años luz si antes se disimulaba hasta la voz, hoy van con la cara descubierta y, algunas, casi enseñando el trasero. Para los más jóvenes cualquier cosa les vale para “sentirse” disfrazado, cuesta adivinar de qué pues pueden ir con un sombrero vaquero y una falda de Cancán. A más de una chica joven la he visto metidas en la cabalgata luciendo un escueto bikini.
Como digo siempre, cada uno es dueño de hacer lo que le viene en gana.




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