Quiso la mala suerte que el parto se complicara justo cuando el médico estaba muy divertido. La parturienta en Las Palmas y él en la fiesta. Trató de dirigir el parto desde la lejanía con una enfermera pero algo falló y no hubo suerte. El bebé nació con tantos problemas que no sobrevivió. La madre tenía mil motivos para sentarlo en el banquillo pero decidió que con combatir su dolor tenía de sobra. Lloró su pena y echó a andar. La vida seguía su camino y a trompicones superó la dolorosa perdida. La familia la animó pero ella no tenía fuerzas para meterse en un enredo judicial. Una de las cosas que más le dolió fue la incapacidad del galeno para asumir su error; ni una explicación, ni una excusa, nada. El dolor lo guardó en esa caja en la que guardamos las fotos que duelen, las notas que hieren, lo que nunca deseas recordar.
Pero la vida es puñetera y un día la prensa se hizo eco de una noticia que no le era ajena. Una mujer muere durante el parto. El nombre del ginecólogo era conocido. Indagó y supo que alguien había cometido un error. Otro. Esa vez el médico acabó sentado en el banquillo acusado de negligencia. El juicio fue un espectáculo y mi amiga lo siguió con interés. Vio al ginecólogo, al que tanto le gustaban las fiestas, y se acercó. “Esto tenía que ocurrir un día”, le dijo. Acabó siendo uno de los primeros ginecólogos condenados de España. Seis años de cárcel. De pronto la rabia de tantos años saltó a borbotones y la mujer entendió que la vida le ponía en bandeja lo que ella no tuvo el coraje de hacer de manera que pidió la sentencia, habló con una periodista y días después el diario de mayor tirada del país le dedicó honores de primera página.
Había segado dos vidas y finalmente la justicia le apartó de la medicina. Ya podía acudir a todas las fiestas. A todas.
Pero la vida es puñetera y un día la prensa se hizo eco de una noticia que no le era ajena. Una mujer muere durante el parto. El nombre del ginecólogo era conocido. Indagó y supo que alguien había cometido un error. Otro. Esa vez el médico acabó sentado en el banquillo acusado de negligencia. El juicio fue un espectáculo y mi amiga lo siguió con interés. Vio al ginecólogo, al que tanto le gustaban las fiestas, y se acercó. “Esto tenía que ocurrir un día”, le dijo. Acabó siendo uno de los primeros ginecólogos condenados de España. Seis años de cárcel. De pronto la rabia de tantos años saltó a borbotones y la mujer entendió que la vida le ponía en bandeja lo que ella no tuvo el coraje de hacer de manera que pidió la sentencia, habló con una periodista y días después el diario de mayor tirada del país le dedicó honores de primera página.
Había segado dos vidas y finalmente la justicia le apartó de la medicina. Ya podía acudir a todas las fiestas. A todas.
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