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viernes, 1 de agosto de 2025

Silencio en casa: la dictadura de las pantallas

 

Artículo de opinión

Por Luis Seco de Lucena 

En tiempos no tan lejanos, el salón familiar era el templo de los afectos. Allí se  compartían las cenas, se contaban anécdotas del día y los silencios eran  espacios de compañía, no de vacío. Hoy, ese mismo salón es un archipiélago de  islas solitarias iluminadas por pantallas: cada miembro de la familia recluido en  su propio universo digital, con los rostros pálidos por el reflejo del móvil y el alma  desconectada del entorno más inmediato. 

Las pantallas —móviles, tabletas, televisores inteligentes— no solo han invadido  nuestras casas, sino que han colonizado nuestra intimidad. La tecnología, nacida  para acercarnos, ha instaurado un nuevo modelo de soledad compartida. Se vive  en la misma casa, se duerme bajo el mismo techo, pero se habita en mundos  distintos. Padres e hijos conversan por mensajes desde habitaciones contiguas;  las cenas, si existen, son monólogos en estéreo: cada cual con su dispositivo,  sin levantar la mirada del cristal que lo absorbe. 

La familia, célula básica de la sociedad, —quiero creer que sigue siendo así— comienza a descomponerse desde dentro, no por grandes conflictos, sino por  una erosión sutil: la pérdida del diálogo. El tiempo en común ha sido reemplazado  por la simultaneidad de conexiones, y la conexión afectiva ha sido sustituida por  la conexión WiFi. ¿Qué ocurre cuando dejamos de hablarnos? No solo se pierde  la palabra: se diluye el reconocimiento del otro. La empatía se debilita, el afecto  se enfría, la presencia física deja de ser sinónimo de vínculo. 

El drama es silencioso, como todo lo que ocurre lentamente. No hay gritos, ni  portazos. Hay notificaciones. Hay risas que no se comparten, vídeos que no se  comentan en familia, emociones vividas en solitario con ojos fijos en una pantalla.  La individualidad, en sí valiosa, se convierte en trinchera cuando el hogar deja 

de ser refugio común y pasa a ser hotel sin recepción. 

Los niños aprenden a mirar pantallas antes que a leer gestos. Los adolescentes  construyen su identidad en redes sociales, buscando la validación externa que  deberían encontrar primero en su entorno cercano. Los adultos, atrapados en  rutinas laborales digitalizadas, llegan al hogar tan conectados al mundo que se  desconectan de los suyos. Y así, poco a poco, la familia se vuelve un grupo de  desconocidos con el mismo apellido. 

¿Hay salida? Sí, pero requiere decisión y renuncia. Requiere apagar la pantalla  para encender la conversación. Volver al juego sin mando, al paseo sin  auriculares, a la sobremesa sin distracciones. No se trata de demonizar la  tecnología, sino de ponerle límites humanos. Porque las pantallas seguirán allí,  pero los momentos compartidos no esperan. 

Si no recuperamos el arte de mirarnos a los ojos, corremos el riesgo de  perdernos incluso estando cerca. Y entonces, lo que fue hogar se convertirá en  un simple espacio con cobertura. Un lugar sin ruido, sin discusiones... pero  también sin amor.


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