Artículo de opinión
Cada vez que alguien se lava las manos, no necesariamente con agua y jabón, sino con excusas y silencios, resucita el gesto eterno de Poncio Pilatos. Ese ademán que pretende limpiar la conciencia termina, en realidad, manchando todavía más la verdad y la responsabilidad.
La historia bíblica nos legó una de las imágenes más poderosas de la cobardía moral: Pilatos lavándose las manos mientras un inocente era condenado. No es solo un relato religioso, es una metáfora universal que sigue viva en despachos, parlamentos, oficinas y hogares. A fuerza de repetirse, podríamos hablar ya de un mal contemporáneo: el “síndrome de Pilatos”.
Quien lo padece asume un papel bien definido: apartar la mirada, delegar lo incómodo, dejar que la decisión recaiga en otro, y después, si el resultado es desfavorable, señalar con el dedo acusador. El agua que debería limpiar, en realidad, sirve para ensuciar la reputación ajena.
La primera víctima de este síndrome es la responsabilidad individual. Vivimos en una sociedad donde se premia al que “se escurre” y se castiga al que asume. Reconocer errores, dar la cara, asumir las consecuencias de los actos parece ser una rareza en tiempos de egos frágiles y discursos huecos. Al contrario, la tentación de buscar un Pilatos interior resulta más cómoda: “yo no fui, fue él”. El espejo, sin embargo, devuelve el reflejo de las manos húmedas y manchadas.
En el ámbito laboral, el síndrome prolifera como virus invisible. Un proyecto que fracasa siempre encuentra responsables… pero pocas veces quien dirigía el timón se reconoce como tal. Jefes que se amparan en sus subordinados, subordinados que culpan al sistema, empleados que culpan a la falta de medios. Y así, la cadena se convierte en un desfile de manos que se lavan, mientras la confianza se erosiona y los equipos se fragmentan.
En la política, el espectáculo alcanza su máxima expresión. Los discursos se llenan de acusaciones al rival, de promesas que nadie piensa cumplir, de silencios estratégicos ante los problemas reales. Nadie quiere cargar con la cruz del error, todos esperan que el otro tropiece para exhibirlo. Y mientras tanto, la ciudadanía observa cómo la responsabilidad se convierte en un juego de manos: unas que se agitan para saludar en campaña y otras que se lavan a escondidas cuando hay que responder ante los hechos.
Pero más allá de la conveniencia, está la obligación moral y ética. La ética no admite lavatorios simbólicos; exige hacerse cargo. Asumir el peso de los actos propios es, quizá, el único antídoto contra la mediocridad y la mentira. Cuando se elude la responsabilidad, no solo se engaña al otro, se destruye la propia credibilidad, se erosiona la confianza social y se traiciona un principio fundamental: la dignidad de la palabra dada.
El gesto de Pilatos, repetido hasta la saciedad, nos recuerda que no basta con sumergir las manos en agua clara: lo que realmente las limpia es el coraje de decir “sí, soy responsable”. Sin ese coraje, cada lavabo no es más que un río turbio en el que naufragan la verdad y la justicia.
Quizás ha llegado la hora de dejar de buscar toallas para secarse las manos, y comenzar a mancharse, sí, pero de compromiso, de coherencia y de responsabilidad. Porque de lo contrario, seguiremos viviendo bajo el reino eterno del síndrome de Pilatos, donde nadie es culpable y, paradójicamente, todos lo somos.

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