Si el silencio es oro, el bocachanclas es una mina de chatarra inagotable. Habla de todo, sabe de nada y lo cuenta como si hubiera estado allí tomando notas. Son los altavoces gratuitos de la sociedad: molestan, hacen ruido… pero oye, ¿quién no ha tirado alguna vez de uno para que corra la voz más rápido que un tuit viral?
Hay personajes que no necesitan carta de presentación porque ya la hacen ellos mismos a gritos. Son los bocachanclas, esos especialistas en hablar de lo que saben, de lo que no saben y de lo que ni siquiera ha sucedido. Se les distingue fácilmente: no pueden estar en silencio ni aunque les paguen, y suelen creer que el mundo entero está esperando ansiosamente sus revelaciones de sobremesa.
El bocachanclas promedio sufre de un curioso mal: la incontinencia verbal. Le preguntas qué hora es y termina contándote con pelos y señales la vida sentimental de la cajera del supermercado, el secreto de un vecino que “le dijo alguien que lo oyó” y, ya de paso, una teoría conspirativa sobre el precio de la gasolina. Lo fascinante no es lo que dicen, sino con qué aplastante seguridad lo hacen. Porque el bocachanclas nunca duda: habla como si tuviera línea directa con los archivos secretos de la CIA.
Su hábitat natural es variado: desde la barra de un bar hasta el grupo de WhatsApp de antiguos compañeros de instituto. Allí despliega su mayor talento: convertir rumores en dogmas de fe. ¿Que alguien se compró un coche nuevo? El bocachanclas lo sabe desde antes que el concesionario. ¿Que alguien discutió con su pareja? No solo lo cuenta, también añade diálogos imaginarios y un final de telenovela.
Podríamos criticarlos sin piedad -porque motivos sobran-, pero hay que reconocer que los bocachanclas cumplen una función social imprescindible: son los altavoces humanos que mantienen la vida en movimiento. En un mundo sin ellos, los secretos permanecerían demasiado tiempo encerrados, y las noticias tardarían siglos en llegar de una mesa a otra. A veces incluso los usamos de forma deliberada: basta con susurrarles algo en confianza, con aire conspirativo, para asegurarnos de que en menos de 24 horas lo sabrá hasta el panadero del pueblo de al lado.
Son, en otras palabras, el Servicio de Difusión Exprés que nadie pidió pero que todos hemos utilizado alguna vez. Una especie de “correo del zar” contemporáneo, solo que más rápido, más ruidoso y mucho menos fiable.
Eso sí, conviene tratarlos con cuidado. Porque el bocachanclas no entiende de “off the record” ni de “esto entre tú y yo”. Para ellos, todo lo que entra por una oreja sale inmediatamente por la boca, acompañado de adornos, exageraciones y, si hace falta, un toque de fantasía. Pueden convertir una simple anécdota en una epopeya y una confidencia en un culebrón nacional.
Pero, ¿qué sería de nuestras vidas sin ese personaje que pone chispa a las tertulias con su inagotable repertorio de indiscreciones? Admitámoslo: a veces, cuando necesitamos agitar un poco el gallinero, soltamos la bomba justo delante de un bocachanclas, sabiendo que no podrá resistirse a propagarla. Y ahí está su lado positivo: hacen el trabajo sucio de correr la voz, gratis y con entusiasmo.
En resumen: el bocachanclas es insoportable, indiscreto, fanfarrón y ruidoso, sí. Pero también es, a su manera, útil, divertido y hasta necesario. Una mezcla explosiva entre altavoz barato, tertuliano de saldo y pregonero medieval. Así que la próxima vez que se cruce uno en tu camino, no lo mires con desprecio. Dale una palmadita en la espalda y dile algo al oído. Siéntate tranquilo: en cuestión de horas, medio planeta estará enterado.

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