Artículo de opinión
Por Luis Seco de Lucena
En una jugada digna del mejor swing político, el presidente Donald Trump ha convertido su campo de golf en la nueva sede de la diplomacia mundial. Allí, donde el césped está perfectamente recortado y las banderas ondean discretamente sobre los hoyos, se ha fraguado un acuerdo comercial con la Unión Europea, supuestamente destinado a rebajar tensiones arancelarias. La reunión no ha tenido lugar en la Casa Blanca, ni en Bruselas, ni en ningún foro multilateral: ha tenido lugar entre bunkers y greens, donde el protocolo viste polo Lacoste y se negocia entre putts y birdies.
En esta partida peculiar, Trump no sólo ha jugado como anfitrión, sino como caddie de sí mismo, seleccionando cada palabra como si fuera un palo: un driver para la amenaza, un putter para el guiño diplomático. A la UE le ha tocado el rol de invitado en el country club de la geopolítica, obligada a aceptar las reglas del anfitrión so pena de terminar fuera de límites. Porque aquí, en este campo privatizado del poder, no se firman tratados, se bajan hándicaps.
Resulta irónico —casi cómico— que un asunto tan espinoso como los aranceles haya sido negociado sobre el césped de un negocio personal del presidente. ¿Fue una metáfora voluntaria? ¿Una provocación deliberada? Lo cierto es que Trump ha logrado lo impensable: reducir la política comercial a una ronda de 18 hoyos, donde cada chip tiene consecuencias millonarias y cada error se oculta bajo la alfombra de la clubhouse.
El acuerdo, por supuesto, ha sido presentado como un hole-in-one diplomático. Pero conviene mirar el marcador con detenimiento. La UE ha aceptado "explorar" nuevas relaciones comerciales, lo cual suena más a aproach shot que a embocar en el hoyo. Trump, por su parte, se ha declarado satisfecho, levantando los brazos como si acabara de ganar el Masters de Augusta, aunque nadie sabe aún quién pagará realmente los peajes del resultado. Eso sí, las cámaras lo han captado en el momento justo, con la sonrisa propia del jugador que sabe que lleva ventaja en la tarjeta, aunque el rival aún no lo haya notado.
La política transformada en deporte no es nueva, pero nunca había sido tan literal. Trump no sólo ha hecho de su campo de golf un escenario diplomático, sino que lo ha convertido en símbolo: aquí no se dialoga, se compite; no se escucha, se juega a ganar. La UE, entre perpleja y resignada, ha seguido el tee time sin rechistar, aceptando que el fairway estaba trazado desde el inicio con la pendiente a favor del dueño.
Así, mientras los ciudadanos de ambos lados del Atlántico calculan los efectos reales de los acuerdos en sus bolsillos, Trump se da una ducha en el locker room del poder, satisfecho tras su mejor ronda diplomática. Porque en su mundo, toda negociación es un juego, y todo juego se gana si el campo te pertenece. Los aranceles quizás bajen, pero el ego del presidente, ése, nunca estuvo fuera de límite.

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