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jueves, 25 de febrero de 2016

Fukushima: Los niños no pueden jugar en la calle









Hola Juan Carlos:
Te escribo desde Fukushima City, donde he venido con un equipo de Greenpeace para medir los niveles de la radiación. Sin embargo lo que más me está impactando no es la medición de los radiómetros, sino las historias rotas de miles de personas que han tenido que dejar atrás su tierra, su casa, y su vida.
“La gente ya no se dice ‘hola’ al encontrarse… ahora se preguntan ‘¿cuál es tu número?’”. Esto nos lo contaba Sadako Monma, una habitante de Fukushima City, en 2012. 
Con "número" se refiere a los miliservets que marca cada radiómetro individual. Su ciudad estaba entonces ya descomposición: la mayoría de los jóvenes se iban, pero los mayores optaban por quedarse. Muchas familias han quedado divididas. Kenta Sato, un joven de Fukushima, contaba que su padre le presionaba para quedarse y no perder su trabajo. Aún así decidió irse. “¿Quién asumirá la responsabilidad de los trabajadores que caigan enfermos?” se preguntaba.
Los que se marchan dejan todo atrás y para los que se quedan la vida es dura. En muchas localidades solo está permitido estar fuera de casa ocho horas al día. A otras se puede ir solo los fines de semana. En todas ellas, las medidas de precaución son necesariamente paranoicas: se trata de exponerse lo menos posible al monstruo invisible de la radiación. Ni siquiera está permitido que los niños jueguen en la calle.
Otros pueblos han corrido peor suerte, y fueron completamente evacuados. Sus habitantes tal vez nunca vuelvan. El pasado miércoles visitamos uno de estos pueblos, Iitate. Allí quedamos con el señor Anzai, que nos mostró su casa. Me inundó una terrible sensación: por una parte la composición de la casa, con sus colores suaves y sus puertas correderas de madera y papel arroz, inspiraba una infinita tranquilidad. Pero por otra su evidente abandono humano recordaba que lleva cinco años habitada por la radiación. Todo lo que tenía el señor Anzai ha sido devorado por la radioactividad. Me despido de él con una ligera reverencia, y le prometo que Greenpeace hará todo lo posible para que su historia sea conocida y que su caso no pueda volver a ocurrir.
En los alrededores del pueblo y por la ladera de las montañas colindantes, miles de bolsas negras de tierra contaminada se van apilando. Es el esfuerzo del Gobierno para descontaminar la zona. Pero es inútil. La radiación siempre gana, porque tiene todo el tiempo del mundo.
Tras tanta desolación, una noticia alegró un poco el día. En el camino de vuelta a Fukushima City mis compañeros de Greenpeace en España me contaban por Whatsapp que se estaban descolgando con pancartas contra Garoña, la central hermana a Fukushima. Fue una bocanada de esperanza. La acción estaba saliendo bien a pesar del intenso frío, me decían, y me sentí muy orgullosa de ellos y de toda la gente que apoya a Greenpeace y hace posible nuestro trabajo. Lo que le había prometido al señor Anzai estaba sucediendo en ese mismo momento. Pero sólo podremos continuar haciéndolo con la ayuda de personas como tú.

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