El padre de mi amigo era aquel rockero, pelo largo y botas country, una estética destartalada que en el barrio no pasaba desapercibida. Pero yo no lo sabía. Vivía en la esquina hasta que alguien contó que el Moña se había casado y le perdimos de vista. Decían que la vecina peluquera le había convertido en padre a la velocidad del rayo, con veintipocos años. Se lo tragó la tierra. Pasaron quince años o más, no recuerdo, y un día cubrí una información sobre una banda de jóvenes que traficaba con cannabis.
Entonces la policía distribuyó una hilera de nombres de los que no conocía a ninguno, era, eso, el listado de los detenidos por trapichear. Unos doce. Ni el suceso ni el juicio tenía mucho interés periodístico porque fueron años en los que casos parecidos se sucedían con demasiada frecuencia pero algo debió ocurrir porque decidí asistir al juicio. Allí vi, como tantas veces, a jóvenes balbuceantes y llorosos respondiendo al juez. Dado que casi todas esas declaraciones suelen ser reiterativas salí de la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial de Las Palmas de Gran Canaria hasta que finalizara el juicio. De pronto un chico delgadito, de escasa estatura, camisa blanca y pelo negro bien peinado se puso a mi lado. No más de 18 años. Intercambiamos unas palabras y de pronto pregunta “Eres periodista, ¿verdad?”. En menos de nada me contó hasta qué punto andaba metido en la trama detenida para de pronto, en medio de sollozos, pedirme lo que nunca me ha pedido nadie, al menos no con su desespero y su franqueza. “Por favor, no saques mi nombre en el periódico. Mis padres no saben nada?”. Me contó quién era su padre y venía a ser el Moña, el rockero del barrio. Culpó a las malas amistades de haber llegado a su situación. Me pareció tan miserable colaborar en la destrucción de un joven que era capaz de pensar en sus padres en esos momentos que llegué a un acuerdo. Le dije, vale, no te nombraré pero me prometes que vas a salir de esa mierda. Me dijo que sí y yo no lo nombré. No lo volví a ver.
Hace unos años en un restaurante alguien menudo y sonriente se acercó a la mesa. Era el camarero. Con la cara de niño de entonces llegó cariñoso y agarró mi mano mientras decía “yo nunca olvidaré tu cara”. Ni yo.Los dos cumplimos, los dos ganamos.
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