Javier Carrión
“¡Pura vida!” suelen responder los costarricenses cuando comienzan o terminan una conversación entre amigos. Son dos palabras que encajan perfectamente con la belleza de este país centroamericano, de un tamaño similar al de Aragón. Un paraíso natural, se mire como se mire: de norte a sur, de este a oeste y siempre entre dos mares, el Caribe y el Pacífico, con parques nacionales cubiertos de selva, bosques lluviosos y volcanes humeantes.
La capital,
San José, es la puerta de entrada a Costa Rica. Levantada en el Valle Central, el más poblado de todo el país, sorprende por el dinamismo de todo su centro neurálgico, presidido por el
Teatro Nacional. Este emblemático edificio, construido en el año 1898 por la burguesía de la ciudad, representa con el resto de la Plaza de la Cultura el lugar de encuentro de los josefinos –así se les llama a sus habitantes–, parejas de enamorados, músicos o aspirantes a artistas que deambulan por este palpitante corazón urbano, donde también sobresale el
primer hotel de San José: el Gran Hotel de Costa Rica, que fue inaugurado en 1930. De esta transitada plaza parten numerosas calles, como la Avenida Central, de casi tres kilómetros de longitud, que muestra ese ir y venir incesante de sus habitantes comprando y curioseando, mientras en los bajos de la plaza se exhiben los tesoros del
Museo de Oro, una de las colecciones precolombinas más importantes del continente, con 1.600 piezas de oro moldeadas por las tribus indígenas que habitaron estas tierras a partir del año 300 d.C. Este edificio también cuenta con salas de exposiciones temporales de arte local.
El Caribe
No hay comentarios:
Publicar un comentario