Siempre se ha sentido más chico que chica. Desde su más tierna infancia, E (como prefiere que nos refiramos a ella en este reportaje) odia los vestidos y es una apasionada del baloncesto, el skateboard y los videojuegos. Cuando nos conocimos el pasado mes de mayo en su instituto de Nueva York, en la exhibición de fin de curso de su clase de oratoria, E vestía un entallado traje masculino de Brooks Brothers y una de las muchas pajaritas que componen su amplia colección. Con aquel pelo rojo cortísimo, el cutis blanco como la nieve y facciones delicadas, a sus 14 años parecía un Peter Pan terrenal vestido de gala.
Unas horas más tarde, E buscaba la etiqueta adecuada para definir su identidad de género. «Transgénero» no acababa de cuadrar, me explicó. Para empezar, seguía haciéndose llamar por el nombre que le dieron al nacer y prefiriendo que le asignasen el pronombre «ella». Y mientras que otros chicos y chicas trans suelen contar que siempre han tenido la sensación de haber nacido en un cuerpo «equivocado», ella sostiene: «Yo creo que simplemente tengo que modificar algunas cosas del [cuerpo] que ya tengo para llegar a sentir que es el que necesito».
Se refería a un cuerpo sin menstruación ni mamas, de rasgos faciales más marcados y «barba pelirroja». ¿Quiere esto decir que E es un chico trans? ¿Una chica «terriblemente andrógina», según sus propias palabras? ¿O simplemente una persona que rechaza de plano la casuística de los roles de género tradicionales?
Si E se cuestiona su propia identidad de género en vez de limitarse a creer que sus aficiones y preferencias indumentarias son las propias de «una niña chicazo», es porque en estos tiempos el debate sobre el transgenerismo está sobre la mesa en muchos países. Un debate que ha dado voz a personas como E y que ha permitido cuantificar mejor el fenómeno: concretamente en Estados Unidos, en apenas 10 años se ha duplicado el número de adultos que figuran oficialmente como transgénero en las encuestas nacionales, ha aumentado la cifra de personas que declaran disconformidad de género –una amplia categoría que hace una generación ni siquiera tenía nombre– y hay más escolares de primaria que se plantean a qué género pertenecen. También existe cada vez mayor conciencia de cuán expuestas se hallan todas esas personas al acoso escolar, la agresión sexual y el intento de suicidio.
El debate en curso se articula en torno a la evolución de los conceptos de hombre o mujer,y de los significados de palabras como transgénero, cisgénero, de género no binario, queergénero, agénero o cualquiera de los más de 50 términos que Facebook pone a disposición de sus usuarios estadounidenses a la hora de crearse un perfil. Al mismo tiempo, los científicos descubren cada día que la definición biológica de sexo es más compleja de lo que creían.
Si E se cuestiona su propia identidad de género en vez de limitarse a creer que sus aficiones y preferencias indumentarias son las propias de «una niña chicazo», es porque en estos tiempos el debate sobre el transgenerismo está sobre la mesa en muchos países. Un debate que ha dado voz a personas como E y que ha permitido cuantificar mejor el fenómeno: concretamente en Estados Unidos, en apenas 10 años se ha duplicado el número de adultos que figuran oficialmente como transgénero en las encuestas nacionales, ha aumentado la cifra de personas que declaran disconformidad de género –una amplia categoría que hace una generación ni siquiera tenía nombre– y hay más escolares de primaria que se plantean a qué género pertenecen. También existe cada vez mayor conciencia de cuán expuestas se hallan todas esas personas al acoso escolar, la agresión sexual y el intento de suicidio.
El debate en curso se articula en torno a la evolución de los conceptos de hombre o mujer,y de los significados de palabras como transgénero, cisgénero, de género no binario, queergénero, agénero o cualquiera de los más de 50 términos que Facebook pone a disposición de sus usuarios estadounidenses a la hora de crearse un perfil. Al mismo tiempo, los científicos descubren cada día que la definición biológica de sexo es más compleja de lo que creían.
Muchos de nosotros aprendimos en clase de biología que los cromosomas sexuales determinan el sexo de un bebé: XX indica que es niña; XY indica que es niño. No hay más. Solo que a veces sí hay realidades más allá de XX y XY.
Hoy sabemos que los diversos factores que componen lo que consideramos «masculino» y «femenino» no siempre se conjugan con nitidez: por un lado está todo cuanto comportan los cromosomas XX (ovarios, vagina, estrógenos, identidad de género femenina y conducta femenina); por otro, todo cuanto comportan los cromosomas XY (testículos, pene, testosterona, identidad de género masculina y conducta masculina). Pero es posible ser XX y esencialmente masculino en cuanto a anatomía, fisiología y psicología, de igual modo que es posible ser XY y esencialmente femenina.
El desarrollo de los embriones y el sexo
Al inicio de su desarrollo todos los embriones tienen un par de órganos primitivos, las protogónadas, que llegarán a ser gónadas masculinas o femeninas entre las seis y las ocho semanas. La diferenciación sexual suele ponerse en marcha por un gen del cromosoma Y, el gen SRY, gracias al cual las protogónadas se transforman en testículos. Estos segregan enseguida testosterona y otras hormonas masculinas (llamadas andrógenos en su conjunto), y el feto desarrolla una próstata, un escroto y un pene. En ausencia del gen SRY, las protogónadas se convierten en ovarios que segregan estrógenos, y el feto desarrolla una anatomía femenina (con útero, vagina y clítoris).
Pero el gen SRY no siempre actúa de forma previsible. A veces puede faltar o ser disfuncional, lo que se traduce en un embrión XY que no logra desarrollar una anatomía masculina y por ende se identifica como una niña al nacer. Otras veces el gen puede aparecer en el cromosoma X, con lo cual el embrión XX desarrollará una anatomía masculina y el sexo de asignación del individuo tras el parto será niño.
Pero el gen SRY no siempre actúa de forma previsible. A veces puede faltar o ser disfuncional, lo que se traduce en un embrión XY que no logra desarrollar una anatomía masculina y por ende se identifica como una niña al nacer. Otras veces el gen puede aparecer en el cromosoma X, con lo cual el embrión XX desarrollará una anatomía masculina y el sexo de asignación del individuo tras el parto será niño.
Existen otras variaciones genéticas no relacionadas con el gen SRY. Es el caso del síndrome de insensibilidad completa a los andrógenos (SICA), en el cual las células de un embrión XY responden mínimamente, o no responden en absoluto, a las señales de las hormonas masculinas. Aunque las protogónadas se convierten en testículos y el feto produce andrógenos, los genitales masculinos no se desarrollan. El recién nacido parece una niña, con clítoris y vagina, y en la mayoría de los casos crecerá sintiéndose niña.
¿Cuál es entonces el género y el sexo biológico de ese bebé? ¿La niña por la que ella misma se tiene? ¿O quizás esos cromosomas XY (por no hablar de los testículos ocultos en su abdomen) significan que «en realidad» es un niño?
Georgiann Davis, de 35 años, nació con SICA, pero ella no lo supo hasta que casualmente se topó con su historial médico, poco antes de cumplir los 20. Nadie le había comunicado nunca que sus cromosomas eran XY, ni siquiera cuando se lo detectaron a los 13 años y la operaron a los
17 para extirparle los testículos no descendidos. En lugar de explicarle el objeto de la intervención, sus padres acordaron que los médicos le hablarían de unos ovarios imaginarios en estado precanceroso que debían extirparse. Prefirieron ocultar a su hija la verdad, es decir, que era una persona intersexual, con una anatomía reproductiva y una genética que no encajaban en las definiciones estrictas de hombre y mujer.
«¿Acaso era tan horrendo tener un rasgo intersexual? –escribió Davis, hoy socióloga de la Universidad de Nevada en Las Vegas, en su libro Contesting Intersex: The Dubious Diagnosis–. Recuerdo haber pensado que debía de ser un monstruo de feria si ni mis propios padres habían sido capaces de contarme la verdad».
¿Cuál es entonces el género y el sexo biológico de ese bebé? ¿La niña por la que ella misma se tiene? ¿O quizás esos cromosomas XY (por no hablar de los testículos ocultos en su abdomen) significan que «en realidad» es un niño?
Georgiann Davis, de 35 años, nació con SICA, pero ella no lo supo hasta que casualmente se topó con su historial médico, poco antes de cumplir los 20. Nadie le había comunicado nunca que sus cromosomas eran XY, ni siquiera cuando se lo detectaron a los 13 años y la operaron a los
17 para extirparle los testículos no descendidos. En lugar de explicarle el objeto de la intervención, sus padres acordaron que los médicos le hablarían de unos ovarios imaginarios en estado precanceroso que debían extirparse. Prefirieron ocultar a su hija la verdad, es decir, que era una persona intersexual, con una anatomía reproductiva y una genética que no encajaban en las definiciones estrictas de hombre y mujer.
«¿Acaso era tan horrendo tener un rasgo intersexual? –escribió Davis, hoy socióloga de la Universidad de Nevada en Las Vegas, en su libro Contesting Intersex: The Dubious Diagnosis–. Recuerdo haber pensado que debía de ser un monstruo de feria si ni mis propios padres habían sido capaces de contarme la verdad».
Una forma particular de intersexualidad
En una región aislada de la República Dominicana se ha registrado una forma particular de intersexualidad: un grupo de niños del pueblo de Las Salinas a los que a veces la gente se refiere con el despectivo nombre de «los güevedoce», que significa «pene a los 12». Fue estudiado científicamente por primera vez en la década de 1970 por Julianne Imperato-McGinley, endocrinóloga del Weill Cornell Medical College de Nueva York. La investigadora sabía que por norma general, alrededor de la octava semana de gestación una enzima de los embriones masculinos convierte la testosterona en la potente hormona DHT (la dihidrotestosterona). En presencia de DHT, una estructura embrionaria llamada tubérculo genital se transforma en pene; en su ausencia, el tubérculo se convierte en clítoris. Los embriones de estos intersexuales dominicanos, demostró Imperato-McGinley, carecen de la enzima que convierte la testosterona en DHT, de modo que los bebés nacen con genitales de apariencia femenina y son criados como niñas. Algunas se sienten niñas normales y corrientes; otras tienen la impresión de ser diferentes, sin saber exactamente por qué.
La segunda fase de la masculinización, que tiene lugar en lapubertad, no requiere DHT, sino únicamente un elevado nivel de testosterona, que estos niños dominicanos producen en cantidades normales. Como la mayoría de los chicos, experimentan un pico en la producción de esta hormona alrededor de los 12 años. Viven entonces los cambios que los transformarán en hombres (aunque por lo general serán infértiles): su voz se hace más grave, ganan musculatura y desarrollan vello facial y corporal. Y, en su caso, lo que hasta entonces parecía un clítoris empieza a convertirse en un pene.
Imperato-McGinley me contó que la primera vez que viajó a la República Dominicana, los jóvenes recién convertidos en hombres eran objeto de suspicacias y tenían que demostrar su virilidad con más ahínco que los demás. Hoy estos chicos suelen identificarse ya al nacer, porque los padres han aprendido a examinar con más detenimiento los genitales de sus recién nacidos. Aun así, en muchos casos se les sigue criando como niñas.
Imperato-McGinley me contó que la primera vez que viajó a la República Dominicana, los jóvenes recién convertidos en hombres eran objeto de suspicacias y tenían que demostrar su virilidad con más ahínco que los demás. Hoy estos chicos suelen identificarse ya al nacer, porque los padres han aprendido a examinar con más detenimiento los genitales de sus recién nacidos. Aun así, en muchos casos se les sigue criando como niñas.
El sexo es una amalgama de elementos: cromosomas (X e Y), anatomía (genitales externos y órganos sexuales internos), hormonas (niveles de testosterona y de estrógenos), psicología (identidad de género autodefinida) y cultura (comportamientos de género definidos socialmente). Y a veces una persona que ha nacido con los cromosomas y los genitales de un sexo cae en la cuenta de que es transgénero, es decir, que posee en su interior una identidad de género que se corresponde con el sexo opuesto, o con ninguno de los dos, o incluso con ninguno en absoluto.
En una época en la que el transgenerismo está a la orden del día en nuestra sociedad y en los medios de comunicación –como el anuncio de Caitlyn Jenner, padrastro de la estrella de reality show Kim Kardashian, de que es una mujer trans–, los científicos están dando sus propios pasos de gigante, adoptando diversas perspectivas para comprender mejor el fenómeno.
Desde el punto de vista biológico, algunos científicos creen que el transgenerismo podría deberse al ritmo sincopado del desarrollo fetal. «La diferenciación sexual de los genitales se produce en los dos primeros meses de la gestación –escribe Dick Swaab, investigador del Instituto Neerlandés de Neurociencia, sito en Amsterdam–, mientras que la diferenciación sexual del cerebro no empieza hasta la segunda mitad del embarazo». Dentro del útero, los genitales y el cerebro están, pues, expuestos a diferentes entornos de «hormonas, nutrientes, medicamentos que la madre toma durante la gestación y otras sustancias químicas» que afectan a la diferenciación sexual con varias semanas de diferencia.
Desde el punto de vista biológico, algunos científicos creen que el transgenerismo podría deberse al ritmo sincopado del desarrollo fetal. «La diferenciación sexual de los genitales se produce en los dos primeros meses de la gestación –escribe Dick Swaab, investigador del Instituto Neerlandés de Neurociencia, sito en Amsterdam–, mientras que la diferenciación sexual del cerebro no empieza hasta la segunda mitad del embarazo». Dentro del útero, los genitales y el cerebro están, pues, expuestos a diferentes entornos de «hormonas, nutrientes, medicamentos que la madre toma durante la gestación y otras sustancias químicas» que afectan a la diferenciación sexual con varias semanas de diferencia.
¿Cerebro masculino y cerebro femenino?
Esto no significa que exista un cerebro propiamente «masculino» y otro «femenino», pero sí es verdad que ciertas características cerebrales, como la densidad de la sustancia gris y el tamaño del hipotálamo, tienden a mostrar diferencias entre un sexo y otro. Parece serque el cerebro de las personas transgénero podría asemejarse más al del género con el que se autoidentifican más tarde que al del género que se les asigna al nacer. En un estudio, por ejemplo, Swaab y su equipo descubrieron que en una región determinada del cerebro las mujeres trans, al igual que las demás mujeres, tienen menos células asociadas con la somatostatina (una hormona reguladora) que los hombres. En otro estudio,científicos españoles realizaron escáneres cerebrales a hombres transexuales y hallaron que su sustancia blanca no era ni típicamente masculina ni típicamente femenina, sino algo intermedio.
Pero estos estudios son sesgados. A menudo se llevan a cabo con muestras reducidas, de apenas media docena de individuos trans, y a veces incluyen personas que ya han comenzado a hormonarse para hacer la transición al otro sexo, lo que significa que lasdiferencias cerebrales observables podrían ser la consecuencia, y no la causa, de la identidad transgenérica del sujeto.
Con todo, la investigación sobre el transgenerismo tiene en su haber un hallazgo que parece incontrovertido: la conexión entre la disconformidad de género y el trastorno del espectro autista (TEA). Según John Strang, neuropsicólogo infantil del Centro de Trastornos del Espectro Autista y del Programa de Desarrollo del Género y la Sexualidad, del Sistema Nacional de Salud Infantil, en Washington, D.C., los niños y adolescentes con TEA tienen una probabilidad siete veces mayor de mostrar disconformidad de género que los otros jóvenes de su edad. Y también se verifica lo contrario: la probabilidad de sufrir TEA es de seis a 15 veces superior entre los niños y adolescentes tratados en centros especializados en cuestiones relacionadas con el género. Emily Brooks, de 27 años, tiene autismo y se define como persona de género no binario, aunque conserva su nombre original.
Esbelta, con la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad rubia con mechas turquesas, acaba de conseguir en la City University de Nueva York un máster sobre Estudios de la Discapacidad y su sueño es crear espacios más seguros para quienes manifiestan disconformidad de género (a los que define de una forma muy amplia) y autismo. Esas personas tienen que luchar simultáneamente contra el «capacitismo» y la «transfobia», me dijo mientras tomábamos un refresco en un bar de Manhattan. «Y no puedes dar por hecho que en un entorno donde se respeta la identidad del individuo vaya a respetarse también la discapacidad». En plena conversación se acercó el camarero. «¿Os traigo algo más, chicas?». A Brooks la irritó aquel apelativo, prueba de que su búsqueda de un espacio seguro se complica no solo con el autismo, sino también con su rechazo del binarismo de género.
La mayoría de la gente (podría decirse que más del 99 %) se define como hombre o mujer, posicionándose en uno u otro extremo del espectro de género. Formar parte del sistema binario simplifica la vida cotidiana: comprar ropa, practicar un deporte de equipo, solicitar el pasaporte.
Pero hoy la gente –sobre todo los jóvenes– se cuestiona no solo el género que se le asignó al nacer, sino el binarismo en sí mismo. «No me siento reflejada en lo que, según la gente, define a un chico o a una chica –declaró la cantante estadounidense Miley Cyrus a la revista Out en 2015, cuando tenía 22 años–, y he comprendido que no es que odie ser chica, sino que me encasillen».
Pero hoy la gente –sobre todo los jóvenes– se cuestiona no solo el género que se le asignó al nacer, sino el binarismo en sí mismo. «No me siento reflejada en lo que, según la gente, define a un chico o a una chica –declaró la cantante estadounidense Miley Cyrus a la revista Out en 2015, cuando tenía 22 años–, y he comprendido que no es que odie ser chica, sino que me encasillen».
Entender el género como una realidad no binaria
La generación de Cyrus tiene más probabilidades que sus padres de entender el género como una realidad no binaria. Una reciente encuesta realizada a un millar de personas de entre 18 y 34 años ha revelado que la mitad de ellas piensa que «el género cubre un amplio espectro, y que hay personas que no encajan en las categorías convencionales». Y una buena parte de esa mitad se considera no binaria, según Human Rights Campaign. En 2012 este grupo de presión estadounidense encuestó a 10.000 adolescentes lesbianas, gays, bisexuales y transgénero de entre 13 y 17 años y descubrió que el 6 % se clasificaba como «género fluido», «andrógino» o alguna otra identidad ajena a las casillas binarias.
Los jóvenes que intentan identificar el lugar que ocupan en el espectro de género suelen escoger el pronombre personal con el que les gusta que se refieran a ellos. Aunque no se sientan exactamente chico o chica, a veces siguen usando «él» o «ella». Muchos otros optan por el pronombre neutro si en su lengua ya existe (como they en inglés) o por otro de nuevo cuño, como zie en inglés, ille, iel y ol en francés, o «elle» en español.
Charlie Spiegel, un californiano de 17 años, probó a usar el pronombre neutro durante una temporada, pero ahora prefiere «él». Al nacer le asignaron sexo femenino, me contó, pero cuando llegó a la pubertad empezó a incomodarlo que lo tratasen de chica. Se suponía que la etiqueta de «chica» le encajaba, pero no era así. Un día, a los 14 años, entró por casualidad en la biblioteca del instituto y cogió un ejemplar de I am J, una novela de Cris Beam sobre un chico transgénero. «Esto me suena», pensó a medida que leía. La revelación fue tan terrorífica como aclaratoria.
Charlie, hoy integrante de Gender Spectrum (un colectivo estadounidense de apoyo y defensa de adolescentes transgénero y no binarios), tardó un tiempo en dar con una identidad de género que se adecuara a su sentimiento. Vivió un proceso de prueba y error parecido al que describen otros adolescentes que se cuestionan su género. Primero exploró la identidad de «lesbiana marimacho», luego la de «género fluido» y por fin se asentó en su identidad actual: «chico trans no binario». Quizá parezca un oxímoron –en teoría «chico» y «no binario» serían mutuamente excluyentes–, pero Charlie se siente a gusto con esa combinación. Cuando hablamos, le faltaban unos meses para ir a la universidad y estaba preparándose para empezar su tratamiento de testosterona.
Los jóvenes que intentan identificar el lugar que ocupan en el espectro de género suelen escoger el pronombre personal con el que les gusta que se refieran a ellos. Aunque no se sientan exactamente chico o chica, a veces siguen usando «él» o «ella». Muchos otros optan por el pronombre neutro si en su lengua ya existe (como they en inglés) o por otro de nuevo cuño, como zie en inglés, ille, iel y ol en francés, o «elle» en español.
Charlie Spiegel, un californiano de 17 años, probó a usar el pronombre neutro durante una temporada, pero ahora prefiere «él». Al nacer le asignaron sexo femenino, me contó, pero cuando llegó a la pubertad empezó a incomodarlo que lo tratasen de chica. Se suponía que la etiqueta de «chica» le encajaba, pero no era así. Un día, a los 14 años, entró por casualidad en la biblioteca del instituto y cogió un ejemplar de I am J, una novela de Cris Beam sobre un chico transgénero. «Esto me suena», pensó a medida que leía. La revelación fue tan terrorífica como aclaratoria.
Charlie, hoy integrante de Gender Spectrum (un colectivo estadounidense de apoyo y defensa de adolescentes transgénero y no binarios), tardó un tiempo en dar con una identidad de género que se adecuara a su sentimiento. Vivió un proceso de prueba y error parecido al que describen otros adolescentes que se cuestionan su género. Primero exploró la identidad de «lesbiana marimacho», luego la de «género fluido» y por fin se asentó en su identidad actual: «chico trans no binario». Quizá parezca un oxímoron –en teoría «chico» y «no binario» serían mutuamente excluyentes–, pero Charlie se siente a gusto con esa combinación. Cuando hablamos, le faltaban unos meses para ir a la universidad y estaba preparándose para empezar su tratamiento de testosterona.
Que cada vez sean más los jóvenes que se declaran no binarios se debe en parte al hecho de que esa nueva opción les permite «poner nombre a su propia experiencia», me dijo el terapeuta Jean Malpas cuando lo conocí en las oficinas de Manhattan del Instituto Ackerman para la Familia, desde donde dirige el Proyecto Género y Familia.
Pero a medida que más niños y niñas rechazan el binarismo –o, como prefiere decir Malpas, abrazan la «expansividad de género»–, los padres se enfrentan a nuevos desafíos.Recordemos a E, por ejemplo, quien en el mes de mayo, cuando nos conocimos, seguía utilizando pronombres femeninos mientras buscaba con afán el punto exacto que ocupa en el espectro de género. Su madre, Jane, también luchaba para que E saliese bien parada de aquella experiencia de no ser ni típicamente femenina ni típicamente masculina.
Aquella noche su clase de oratoria había actuado en Nueva York y se disponía a viajar a California para participar en un concurso nacional. Jane me mostró el correo electrónico que había enviado al entrenador para ponerlo en antecedentes. Como llevaba el pelo cortísimo y una vestimenta muy andrógina, había escrito Jane, E podía ser tomada por un chico. Le pregunté en qué punto del espectro de género colocaría ella a su hija. «Me parece que desea ocupar un espacio neutro», me respondió.
Pero a medida que más niños y niñas rechazan el binarismo –o, como prefiere decir Malpas, abrazan la «expansividad de género»–, los padres se enfrentan a nuevos desafíos.Recordemos a E, por ejemplo, quien en el mes de mayo, cuando nos conocimos, seguía utilizando pronombres femeninos mientras buscaba con afán el punto exacto que ocupa en el espectro de género. Su madre, Jane, también luchaba para que E saliese bien parada de aquella experiencia de no ser ni típicamente femenina ni típicamente masculina.
Aquella noche su clase de oratoria había actuado en Nueva York y se disponía a viajar a California para participar en un concurso nacional. Jane me mostró el correo electrónico que había enviado al entrenador para ponerlo en antecedentes. Como llevaba el pelo cortísimo y una vestimenta muy andrógina, había escrito Jane, E podía ser tomada por un chico. Le pregunté en qué punto del espectro de género colocaría ella a su hija. «Me parece que desea ocupar un espacio neutro», me respondió.
El peso de la biología
Difícil tarea para un adolescente encontrar un «espacio neutro»: tarde o temprano la biología se empeña en hacerse notar. A veces puede frenarse provisionalmente con fármacos que bloquean la aparición de caracteres sexuales secundarios en la pubertad, lo cual aporta un margen de tiempo a aquellos niños y niñas que se cuestionan su género. Cuando un adolescente llega a los 16 años y decide que realmente no es trans, los efectos de la supresión puberal son en principio reversibles: deja de tomar los bloqueadores hormonales y retoma su desarrollo según el sexo con el que nació.
Pero para quienes a los 16 años sí desean emprender la transición, el hecho de haber tomado bloqueadores puede ser una ventaja: se les puede pautar un tratamiento hormonal para el proceso de transición y hacer que vivan su pubertad de acuerdo con el género deseado sin haber desarrollado caracteres sexuales secundarios, como las mamas, el vello corporal o una voz grave, cuya reversión puede ser complicada.
Pero para quienes a los 16 años sí desean emprender la transición, el hecho de haber tomado bloqueadores puede ser una ventaja: se les puede pautar un tratamiento hormonal para el proceso de transición y hacer que vivan su pubertad de acuerdo con el género deseado sin haber desarrollado caracteres sexuales secundarios, como las mamas, el vello corporal o una voz grave, cuya reversión puede ser complicada.
La Sociedad de Endocrinología de Estados Unidos recomienda tratar con bloqueadores a los adolescentes diagnosticados de disforia de género. Aun así, los efectos a largo plazo de dichos fármacos sobre el desarrollo psicológico, el crecimiento cerebral y la densidad ósea se desconocen, razón por la cual también se oyen voces vehementes en contra de su utilización en adolescentes físicamente sanos.
En España, la legislación estatal no autoriza su uso, y el tratamiento hormonal no puede iniciarse hasta la mayoría de edad. Sin embargo, algunas comunidades autónomas han aprobado leyes que permiten el acceso a los bloqueadores y al tratamiento hormonal a menores trans.
Aún más controvertida es la cuestión sobre si se está animando a demasiados menores a llevar a cabo esta transición social a una edad excesivamente temprana.
Según Eric Vilain, genetista y pediatra al frente del Centro para la Biología Basada en el Género de la UCLA, los niños verbalizan muchos deseos y fantasías fugaces. ¿Y si afirmar «me gustaría ser niña» es un deseo tan efímero como querer ser astronauta o pájaro? Cuando lo entrevisté por teléfono la pasada primavera me explicó que la mayoría de los estudios sobre niñas y niños pequeños que manifiestan incomodidad con el género asignado al nacer sugieren que tienen más probabilidades de terminar siendo cisgénero (es decir, que están de acuerdo con el género asignado en el nacimiento) que transgénero. Y que en proporción a la población general, son más quienes al final se identificarán como homosexuales o bisexuales.
En España, la legislación estatal no autoriza su uso, y el tratamiento hormonal no puede iniciarse hasta la mayoría de edad. Sin embargo, algunas comunidades autónomas han aprobado leyes que permiten el acceso a los bloqueadores y al tratamiento hormonal a menores trans.
Aún más controvertida es la cuestión sobre si se está animando a demasiados menores a llevar a cabo esta transición social a una edad excesivamente temprana.
Según Eric Vilain, genetista y pediatra al frente del Centro para la Biología Basada en el Género de la UCLA, los niños verbalizan muchos deseos y fantasías fugaces. ¿Y si afirmar «me gustaría ser niña» es un deseo tan efímero como querer ser astronauta o pájaro? Cuando lo entrevisté por teléfono la pasada primavera me explicó que la mayoría de los estudios sobre niñas y niños pequeños que manifiestan incomodidad con el género asignado al nacer sugieren que tienen más probabilidades de terminar siendo cisgénero (es decir, que están de acuerdo con el género asignado en el nacimiento) que transgénero. Y que en proporción a la población general, son más quienes al final se identificarán como homosexuales o bisexuales.
«Si un niño hace cosas consideradas femeninas –llevar el pelo largo, probarse los zapatos de su madre, ponerse vestido o jugar con muñecas–, entonces se dice a sí mismo: “Si hago cosas de niña, es que debo de ser una niña”», apunta Vilain. Pero esas preferencias componen una expresión de género, no una identidad de género. Según el pediatra, en esos casos lo mejor es que los padres mantengan la prudencia y recuerden al niño que puede hacer todo lo que hacen las niñas, sin que eso signifique que él sea una niña.
Jean Malpas explica que los terapeutas del Proyecto Género y Familia «buscan tres cosas en los niños y las niñas que expresan el deseo de pertenecer a otro género»: que ese deseo sea «persistente, coherente e insistente». Y muchos pequeños que llegan a su consulta cumplen esos criterios, asegura, algunos incluso a edades tan tempranas como los cinco años. «Llevan sintiéndose así mucho tiempo y lo tienen claro».
Este ha sido sin duda el caso de la hija de la escritora de Seattle Marlo Mack (pseudónimo que usa en sus podcasts y sus blogs para proteger la identidad de la pequeña). Marlo dio a luz a un varón, pero ya a los tres años él insistía en que era una niña. Algo fue mal en tu barriga, decía a su madre, y le pedía que la dejase volver a entrar para corregir el error.
No es solo una cuestión de Barbies
Tal y como le habría aconsejado Vilain, Marlo intentó hacerle comprender que un niño puede comportarse de diversas maneras. «Le repetía por activa y por pasiva que podía seguir siendo un chico y jugar con todas las Barbies que quisiese y vestirse como le diese la gana: vestidos, faldas y todas las lentejuelas del mundo –relata Mack en su podcast How to be a Girl («Cómo ser una niña»)–. Pero su respuesta era categórica: No, que de ninguna manera. Que ella era una niña».
Por fin, tras un año de sufrimiento para ambos, Marlo dejó a su hijo de cuatro años elegir un nombre de niña, usar pronombres femeninos e ir al colegio vestida de niña. Casi al momento se levantó aquella nube de tristeza. En un podcast emitido dos años más tarde, Marlo contaba que su hija transexual, por entonces de seis años, «está absolutamente feliz de ser niña».
Vilain se distancia de algunos activistas trans al afirmar que no siempre que oímos la frase «me gustaría ser niña» de labios de un pequeño hay que fomentar ese deseo. Pero insiste en la necesidad de ir más allá de los estereotipos de género. Tras nuestra conversación telefónica, quiso enviarme un correo electrónico con una precisión: «Defiendo una amplia variedad de expresiones de género, desde hombres que se dejan melena, disfrutan del ballet y la ópera, llevan vestido o se sienten atraídos por hombres sin que nada de ello los “convierta en chicas”, hasta chicas que se afeitan la cabeza, llevan pantalones, juegan al fútbol o aman a otras mujeres sin que nada de ello las “convierta en chicos”».
Y aquí es donde las cosas se complican en el mundo del género. Personas tan jóvenes como la hija de Marlo Mack en Seattle, o Charlie Spiegel en California, o E en Nueva Yorkdeben tomar decisiones de orden biológico que repercutirán en su salud y su felicidad durante los 50 años siguientes. Decisiones irreversibles que deberán coexistir en un mundo donde las normas de género son, eminentemente, fluctuantes.
«Supongo que la gente diría que soy “cuestionante de género” –me dijo E en nuestra segunda entrevista, el pasado mes de junio–. ¿Existe esa expresión? Seguro que sí». Pero ese «cuestionamiento» no podía durar eternamente, lo sabía bien, y ya estaba inclinándose hacia «chico trans». En septiembre E había dado un paso más en esa dirección y pedía a los demás –también a mí– que usásemos el pronombre neutro para referirnos a su persona. Si al final optaba por adoptar una identidad masculina, creía que no le bastaría con vivir como un hombre, cambiar de nombre (Hue encabezaba la lista de posibilidades) y de pronombre (quedarse con el neutro o pasarse a «él»).
Implicaría masculinizarse también en el plano físico, lo que significaría tomar testosterona. Era todo un poco demasiado, me confesó E. Se acercaba su decimoquinto cumpleaños y decidió darse un año de prórroga para decidir.
Por fin, tras un año de sufrimiento para ambos, Marlo dejó a su hijo de cuatro años elegir un nombre de niña, usar pronombres femeninos e ir al colegio vestida de niña. Casi al momento se levantó aquella nube de tristeza. En un podcast emitido dos años más tarde, Marlo contaba que su hija transexual, por entonces de seis años, «está absolutamente feliz de ser niña».
Vilain se distancia de algunos activistas trans al afirmar que no siempre que oímos la frase «me gustaría ser niña» de labios de un pequeño hay que fomentar ese deseo. Pero insiste en la necesidad de ir más allá de los estereotipos de género. Tras nuestra conversación telefónica, quiso enviarme un correo electrónico con una precisión: «Defiendo una amplia variedad de expresiones de género, desde hombres que se dejan melena, disfrutan del ballet y la ópera, llevan vestido o se sienten atraídos por hombres sin que nada de ello los “convierta en chicas”, hasta chicas que se afeitan la cabeza, llevan pantalones, juegan al fútbol o aman a otras mujeres sin que nada de ello las “convierta en chicos”».
Y aquí es donde las cosas se complican en el mundo del género. Personas tan jóvenes como la hija de Marlo Mack en Seattle, o Charlie Spiegel en California, o E en Nueva Yorkdeben tomar decisiones de orden biológico que repercutirán en su salud y su felicidad durante los 50 años siguientes. Decisiones irreversibles que deberán coexistir en un mundo donde las normas de género son, eminentemente, fluctuantes.
«Supongo que la gente diría que soy “cuestionante de género” –me dijo E en nuestra segunda entrevista, el pasado mes de junio–. ¿Existe esa expresión? Seguro que sí». Pero ese «cuestionamiento» no podía durar eternamente, lo sabía bien, y ya estaba inclinándose hacia «chico trans». En septiembre E había dado un paso más en esa dirección y pedía a los demás –también a mí– que usásemos el pronombre neutro para referirnos a su persona. Si al final optaba por adoptar una identidad masculina, creía que no le bastaría con vivir como un hombre, cambiar de nombre (Hue encabezaba la lista de posibilidades) y de pronombre (quedarse con el neutro o pasarse a «él»).
Implicaría masculinizarse también en el plano físico, lo que significaría tomar testosterona. Era todo un poco demasiado, me confesó E. Se acercaba su decimoquinto cumpleaños y decidió darse un año de prórroga para decidir.
Las reflexiones de E sobre el lugar que ocupa en el espectro de género son posibles porque E es una persona del siglo XXI, y conceptos como transgénero y disconformidad de género están a la orden del día. Pero sus opciones siguen estando limitadas por el hecho de haber nacido en una cultura occidental, donde el género sigue siendo para la inmensa mayoría de la gente una cuestión de binarismo sexual. Las cosas podrían ser distintas si E viviese en un entorno donde existiesen los roles formales de hombre, mujer y algo intermedio, un rol equivalente a un tercer género.
Y esos lugares existen: en el sur de Asia (don-de el tercer género se denomina hijra), Nigeria (yan daudu), México (muxe), Samoa (fa’afafine), Thailandia (kathoey), Tonga (fakaleiti) e incluso Estados Unidos, donde un tercer género está culturalmente admitido en Hawai (mahu) y en algunos pueblos nativos americanos (dos espíritus). El grado de aceptación varía de un país a otro, pero normalmente la categoría incluye a individuos que anatómicamente son varones, exhiben conductas femeninas y sienten atracción sexual hacia hombres y casi nunca hacia otros individuos del tercer género. Más raramente, como los burrnesha de Albania o los fa’afatama de Samoa, son anatómicamente mujeres que viven como hombres.
El verano pasado conocí a una docena de fa’afafine cuando viajé a Samoa invitada por el profesor de psicología Paul Vasey, un convencido de que la cultura samoana es la que mejor acepta del planeta el tercer género.
Vasey, profesor y catedrático de investigación en psicología de la Universidad de Lethbridge, en Alberta, Canadá, viaja a Samoa tan a menudo que tiene allí casa, coche y amistades. Una de las cosas que más le intriga de los individuos del tercer género es la posibilidad de que arrojen luz sobre la «paradoja evolutiva» que constituye la atracción homosexual masculina. Dado que los fa’afafine casi nunca tienen hijos, ¿cómo es que logran transmitir los genes asociados a ese rasgo?
La condición de fa’afafine es recurrente en el seno de las mismas familias, como ser gay, sostiene Vasey (de sus estudios se desprende que las cifras son parecidas a las de la homosexualidad masculina en muchos países occidentales, en torno al 3 % de la población). El investigador me presentó a Jossie, de 29 años, una maestra alta y delgada(cada fa’afafine decide si quiere utilizar el pronombre masculino o femenino) que vive en un pueblo a una hora de la capital, Apia. En su caso, ser fa’afafine también es un rasgo de familia. En la conversación salieron a colación varios parientes: el tío materno Andrew, enfermera retirada que se hace llamar Angie; la prima Trisha Tuiloma, que además es la ayudante de investigación de Vasey, y el hijo de cinco años de una de las hermanas de Trisha.
«En este pueblo no gusta del todo el estilo fa’afa», dijo Angie. Cuando tenía veintitantos años, pensaba que «operarse para ser mujer» era una buena idea. Pero ahora, ya cumplidos los 57, se declara feliz sin necesidad de cirugías. Ya no se siente discriminada. Los feligreses de su parroquia tal vez critiquen la forma de vestir y de actuar de ella y de Jossie, pero «la familia nos comprende».
Y esos lugares existen: en el sur de Asia (don-de el tercer género se denomina hijra), Nigeria (yan daudu), México (muxe), Samoa (fa’afafine), Thailandia (kathoey), Tonga (fakaleiti) e incluso Estados Unidos, donde un tercer género está culturalmente admitido en Hawai (mahu) y en algunos pueblos nativos americanos (dos espíritus). El grado de aceptación varía de un país a otro, pero normalmente la categoría incluye a individuos que anatómicamente son varones, exhiben conductas femeninas y sienten atracción sexual hacia hombres y casi nunca hacia otros individuos del tercer género. Más raramente, como los burrnesha de Albania o los fa’afatama de Samoa, son anatómicamente mujeres que viven como hombres.
El verano pasado conocí a una docena de fa’afafine cuando viajé a Samoa invitada por el profesor de psicología Paul Vasey, un convencido de que la cultura samoana es la que mejor acepta del planeta el tercer género.
Vasey, profesor y catedrático de investigación en psicología de la Universidad de Lethbridge, en Alberta, Canadá, viaja a Samoa tan a menudo que tiene allí casa, coche y amistades. Una de las cosas que más le intriga de los individuos del tercer género es la posibilidad de que arrojen luz sobre la «paradoja evolutiva» que constituye la atracción homosexual masculina. Dado que los fa’afafine casi nunca tienen hijos, ¿cómo es que logran transmitir los genes asociados a ese rasgo?
La condición de fa’afafine es recurrente en el seno de las mismas familias, como ser gay, sostiene Vasey (de sus estudios se desprende que las cifras son parecidas a las de la homosexualidad masculina en muchos países occidentales, en torno al 3 % de la población). El investigador me presentó a Jossie, de 29 años, una maestra alta y delgada(cada fa’afafine decide si quiere utilizar el pronombre masculino o femenino) que vive en un pueblo a una hora de la capital, Apia. En su caso, ser fa’afafine también es un rasgo de familia. En la conversación salieron a colación varios parientes: el tío materno Andrew, enfermera retirada que se hace llamar Angie; la prima Trisha Tuiloma, que además es la ayudante de investigación de Vasey, y el hijo de cinco años de una de las hermanas de Trisha.
«En este pueblo no gusta del todo el estilo fa’afa», dijo Angie. Cuando tenía veintitantos años, pensaba que «operarse para ser mujer» era una buena idea. Pero ahora, ya cumplidos los 57, se declara feliz sin necesidad de cirugías. Ya no se siente discriminada. Los feligreses de su parroquia tal vez critiquen la forma de vestir y de actuar de ella y de Jossie, pero «la familia nos comprende».
Hipótesis evolutivas sobre la homosexualidad
Actualmente Vasey está investigando dos hipótesis que podrían explicar la paradoja evolutiva de la homosexualidad masculina.
La primera, la hipótesis del gen sexualmente antagonista, postula que los genes responsables de la atracción sexual hacia los hombres pueden tener efectos distintos en función del sexo de la persona que los posee: acarrean un coste reproductivo en el caso de los varones, pero son una ventaja para las mujeres porque conllevan un beneficio reproductivo, ya que las que los poseen deberían ser más fértiles.
Vasey y su equipo han descubierto que las madres y abuelas maternas de los fa’afafine tienen más hijos que las madres y abuelas de los hombres heterosexuales samoanos. Pero no han hallado pruebas comparables en las abuelas paternas, ni entre las tías maternas de los fa’afafine, lo que más se acercaría a la demostración casi definitiva.
La segunda hipótesis es la de la selección de parentesco: el tiempo y el dinero que los hombres homosexuales invierten en el cuidado de los hijos de sus hermanas eleva las probabilidades de que estos transmitan parte de su ADN a la siguiente generación. De hecho, varios de los fa’afafine que me presentó Vasey se habían hecho cargo de algunos sobrinos. Trisha Tuiloma, que hoy tiene 42 años, gasta el dinero que gana como asistente de Vasey en comida, colegio, caprichos y hasta electricidad para sus ocho sobrinos y sobrinas.
La primera, la hipótesis del gen sexualmente antagonista, postula que los genes responsables de la atracción sexual hacia los hombres pueden tener efectos distintos en función del sexo de la persona que los posee: acarrean un coste reproductivo en el caso de los varones, pero son una ventaja para las mujeres porque conllevan un beneficio reproductivo, ya que las que los poseen deberían ser más fértiles.
Vasey y su equipo han descubierto que las madres y abuelas maternas de los fa’afafine tienen más hijos que las madres y abuelas de los hombres heterosexuales samoanos. Pero no han hallado pruebas comparables en las abuelas paternas, ni entre las tías maternas de los fa’afafine, lo que más se acercaría a la demostración casi definitiva.
La segunda hipótesis es la de la selección de parentesco: el tiempo y el dinero que los hombres homosexuales invierten en el cuidado de los hijos de sus hermanas eleva las probabilidades de que estos transmitan parte de su ADN a la siguiente generación. De hecho, varios de los fa’afafine que me presentó Vasey se habían hecho cargo de algunos sobrinos. Trisha Tuiloma, que hoy tiene 42 años, gasta el dinero que gana como asistente de Vasey en comida, colegio, caprichos y hasta electricidad para sus ocho sobrinos y sobrinas.
Y en sus investigaciones, Vasey ha descubierto que los fa’afafine tienen más tendencia a ofrecer dinero, tiempo y apoyo emocional a sus sobrinos –sobre todo a las hijas más pequeñas de sus hermanas– que los heterosexuales samoanos, ya sean hombres o mujeres. Me quedó claro otro aspecto de la identidad de género cuando conocí a la pareja sentimental de Vasey, Alatina Ioelu, un fa’afafine que conoció hace 13 años. Cuando Ioelu llegó a mi hotel, empecé a comprender lo que significa ser fa’afafine. Alto, de hombros anchos y rostro franco, vestía del mismo estilo que Vasey, con bermudas y camiseta, y era mucho más masculino que los fa’afafine que había conocido hasta entonces. ¿Qué significa para una persona que tiene aspecto de hombre pertenecer a un tercer género que implica acentuar la feminidad?
Mientras charlábamos los tres durante la cena, fui comprendiendo que la identidad fa’afafine de Ioelu revela hasta qué punto el género está ligado a la cultura. Vasey y Ioelu planean casarse y retirarse en Canadá algún día. (Vasey tiene 50 años; Ioelu, 38). «Allí nos ven como una pareja homosexual normal y corriente», dice Vasey.
En otras palabras, la clasificación de género de Ioelu cambiará como por arte de magia de fa’afafine a gay, con solo cruzar una frontera.
Mientras charlábamos los tres durante la cena, fui comprendiendo que la identidad fa’afafine de Ioelu revela hasta qué punto el género está ligado a la cultura. Vasey y Ioelu planean casarse y retirarse en Canadá algún día. (Vasey tiene 50 años; Ioelu, 38). «Allí nos ven como una pareja homosexual normal y corriente», dice Vasey.
En otras palabras, la clasificación de género de Ioelu cambiará como por arte de magia de fa’afafine a gay, con solo cruzar una frontera.
http://www.nationalgeographic.com.es/mundo-ng/grandes-reportajes/nino-nina-hombre-mujer-es-hora-redefinir-genero_11188
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