Artículo de opinión
Manual práctico para transformar el dinero público en alta cocina privada, bajo el sol de los paradores y el desprecio a la decencia.
Luis Seco de Lucena.
Dicen que en la alta cocina del poder se mezclan los mejores ingredientes: un puñado de chistorras, unas cuantas lechugas frescas, un toque de sol para dorar la piel del más espabilado servidor público y, cómo no, unos folios para tomar nota de las mordidas, los favores y los sobres. Todo muy mediterráneo, muy nuestro, con el toque castizo de quienes confunden el servicio público con la barra libre.
Resulta curioso -por no decir repugnante- que algunos próceres de la patria manejen el lenguaje con la misma destreza con la que esconden el dinero. Para ellos, una chistorra no es un embutido, sino un billete; una lechuga no es una ensalada, sino un fajo; el sol no alumbra, calienta sus estancias en hoteles de lujo; y los folios no sirven para escribir leyes, sino para contar billetes. Así, su jerga privada parece salida de un recetario de corrupción gourmet: el menú del día incluye cinismo a la plancha y mentira al horno, regado con un vino de factura falsa.
Mientras el ciudadano medio sopla las lentejas para que se le enfríen, ellos degustan chuletones de impunidad. Y lo hacen con una naturalidad pasmosa, hablando entre ellos de mujeres con el mismo desprecio con que se refieren al pueblo que los votó. En su universo de chistorras y lechugas, las mujeres son “amigas de pago”, accesorios para el placer con aliño azul, piezas de atrezo para la orgía del dinero fácil. La igualdad, la ética y el respeto son, para ellos, simples guarniciones para discursos dirigidos a aquellos dispuestos a dejarse engañar.
Y luego, cuando la olla de la indignación hierve, aparecen con el mandil impoluto, jurando no haber probado bocado. “Yo no sabía”, “yo no estuve”, “yo no toqué ni una chistorra”, repiten, mientras los folios -esos sí- desaparecen misteriosamente, triturados por la trituradora de la vergüenza ajena.
Hace falta tener el estómago curtido para digerir tanto descaro. Ver cómo se reparten el pastel mientras predican austeridad. Escucharles hablar de patriotismo con la boca llena de sobres y la conciencia en los cayos.
En el fondo, no es una trama: es una cena perpetua a costa de todos.Y lo más triste es que, cuando el banquete termina, somos nosotros quienes recogemos los platos rotos.
Porque hay que tener mucho estómago para llamar servicio público al arte de robar con cubiertos de plata.
Todo esto, presuntamente…de momento.

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