María Sánchez.
la incapacidad y quienes la padecen, a esas personas mi solidaridad y respeto
La vida del incapacitado no es fácil, ni
bonita, ni alegre y despreocupada. Es una vida llena de contratiempos,
de superaciones diarias, de lucha para ser y sentirnos personas y no
seres raros a los que se mira como si llegáramos de otra galaxia.
Cuando sufrimos ceguera, revindicamos
semáforos para invidentes, sin tener que depender de una mano amiga que
nos ayude a cruzar, que a nuestros perros guías no se les prohíba la
entrada en los establecimientos, incluido restaurantes y, rizando el
rizo, que estas empresas dispongan de cartas escritas en Braille donde
podamos ser autosuficientes para elegir libremente lo que deseamos
comer.
Necesitamos que desde las fabricas se
decidan a poner en Braille el nombre, propiedades y todo lo que sea de
importancia para poder leerlo sin esperar a que se acerque un alma
caritativa que se digne ayudarnos.
Y, ¿qué decir si padecemos síndrome de
Down o alguna enfermedad rara? Llegados aquí estamos expuestos a ser el
punto de mira de aquellos que pasan a nuestro lado. Nos miran y nos
tratan como a niños pequeños, aunque ya hayamos superado la mayoría de
edad. Se nos margina en los trabajos, solo un reducido número de
empresas nos aceptan después de luchar mucho para conseguirlo.
Se nos margina, incluso, en algunos
lugares de ocio como si fuéramos apestados y solo por nuestra apariencia
física, esgrimiendo como excusa, que damos mala imagen a la sala.
Un lugar especial merecemos los enfermos de espina bífida, enfermedades raras, malformaciones físicas o enfermos mentales.
A esas personas mi solidaridad y respeto.
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