Él se sentaba en la cocina y quitaba la radio. Ella le contaba lo que le parecía bonito y él poca cosa. Era una relación en la que más que amor había costumbre. Solo eso. Él era el único que traía dinero a casa de manera que era dueño y señor del hogar, el hombre valorado aunque fuera ella quien con un sueldo pequeño llenaba la despensa. No era ni bueno ni malo. Cumplía y poco más. En la casa nunca se hablaba de lo que no era prudente hablar, un pacto no escrito que ella siempre cumplió a rajatabla.
Un día la salud del hombre comenzó a naufragar sin que nadie supiera exactamente las razones. Ambos pasaron dos años combatiendo su débil salud hasta su fallecimiento. Durante ese periodo le acompañó al hospital siempre que podía, pero en realidad fueron sus hijos los que asumieron esa responsabilidad porque a ella no le gustaban esos sitios. Le disgustaban.
Alguna tarde iba a verlo pero apenas tenían de qué hablar así que eran visitas fugaces para dejar ropa, perfume o crema. Estaba un rato y se iba. Ya vendrían sus hijos. Y así hasta que falleció. Días después de su muerte la llamaron los médicos. Pensó que le entregarían algunas pertenencias de su amor. Hizo un hueco en sus quehaceres y acudió a la cita. En el frío despacho médico le preguntaron si sabía de qué había muerto su esposo. No supo responder. Allí le dijeron que el amor de su vida había convivido durante años con una enfermedad que no siendo mortal lo fue por ignorante, no le puso atención. Fue tan poco cariñoso con ella que su mal no dejó huella.
Hace meses me la tropecé en una fiesta. Era la que más bailaba, la que más reía, la que se comía la vida a dentelladas.
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