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martes, 22 de julio de 2025

Sin retrato donde esconderse


Artículo de opinión.

Por Luis seco de Lucena 

Convertido en su propia caricatura, envejece ante las cámaras sin el consuelo de  un retrato que oculte el precio de su vanidad. Donde otros esconden el alma en  los discursos, él la perdió entre favores, cesiones y silencios. Hoy su rostro lo  delata: la presunta corrupción no necesita condena cuando el cuerpo ya empieza  a pagar la culpa. 

En algún rincón del poder, bajo los focos de la prensa y el maquillaje de los discursos,  habita un político que envejece a pasos agigantados. Cada aparición pública suya es  una escena más de una novela no escrita, un espejo roto que devuelve el rostro de  alguien que olvidó encargar su propio retrato. Si Dorian Gray escondía su alma corrupta  tras el óleo, este hombre —narcisista empedernido— creyó que bastaba con esconderla  tras el plasma, la propaganda y la estadística cocinada. 

Pero los espejos no siempre se pueden tapar. La corrupción, que primero manchó los  mármoles de su partido y luego trepó hasta su círculo más íntimo, le ha comenzado a  devorar por dentro. El rostro que antes se antojaba seguro, prepotente, incluso seductor  en su egolatría, hoy se muestra ajado, hundido, tembloroso. Como si cada mentira  pronunciada sin rubor, cada promesa traicionada con cálculo milimétrico, se le estuviera  cobrando peaje directamente en el cuerpo. 

El deterioro físico no es más que el síntoma visible de una descomposición moral  profunda. Pero a diferencia del personaje de Wilde, no hay aquí un retrato escondido en  el altillo de ninguna mansión, porque este político nunca tuvo la lucidez de sospechar  que el alma también se pudre. La política, para él, no fue jamás un servicio ni un  compromiso, sino el medio más eficaz para la autosatisfacción de su ambición  desmedida. Un narciso sin estanque, que encontró en los escaños el reflejo de su propia  vanidad. 

Ahora, acorralado por las filtraciones, las investigaciones y los silencios incómodos de  antiguos aliados, se le ve más solo que nunca. Sus comparecencias, antes arrogantes  y cargadas de condescendencia, transpiran un aire de derrota apenas disimulada. Como  si la verdad comenzara a hacerle sombra, y ya no pudiera encontrar refugio ni en las  cámaras amigas ni en los asesores sumisos. 

Ha envejecido de golpe. No por el paso del tiempo, sino por el peso de lo no dicho, de  lo oculto, de lo pactado entre bastidores. Cada arruga en su rostro es una cláusula  oscura, cada cana, una adjudicación sospechosa, cada temblor, una llamada que nunca  debió hacerse. Se le olvidó encargar ese retrato mágico que envejeciera por él, y ahora  su rostro es la prueba viviente de que el poder corrompe, pero más aún cuando se ejerce  sin alma. 

Y así, sin cuadro que le redima ni conciencia que le detenga, se consume ante los ojos  de todos. No caerá por un tribunal ni por una confesión. Caerá, sencillamente, por  desgaste. Por haberse creído impune. Por no entender que el alma, incluso cuando no  se ve, también muere si se prostituye demasiado. 

Quien quiera leer esta tragedia que mire su rostro: ahí está escrita, sin tinta, la novela  completa.


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