Artículo de opinión.
Por Luis seco de Lucena
Convertido en su propia caricatura, envejece ante las cámaras sin el consuelo de un retrato que oculte el precio de su vanidad. Donde otros esconden el alma en los discursos, él la perdió entre favores, cesiones y silencios. Hoy su rostro lo delata: la presunta corrupción no necesita condena cuando el cuerpo ya empieza a pagar la culpa.
En algún rincón del poder, bajo los focos de la prensa y el maquillaje de los discursos, habita un político que envejece a pasos agigantados. Cada aparición pública suya es una escena más de una novela no escrita, un espejo roto que devuelve el rostro de alguien que olvidó encargar su propio retrato. Si Dorian Gray escondía su alma corrupta tras el óleo, este hombre —narcisista empedernido— creyó que bastaba con esconderla tras el plasma, la propaganda y la estadística cocinada.
Pero los espejos no siempre se pueden tapar. La corrupción, que primero manchó los mármoles de su partido y luego trepó hasta su círculo más íntimo, le ha comenzado a devorar por dentro. El rostro que antes se antojaba seguro, prepotente, incluso seductor en su egolatría, hoy se muestra ajado, hundido, tembloroso. Como si cada mentira pronunciada sin rubor, cada promesa traicionada con cálculo milimétrico, se le estuviera cobrando peaje directamente en el cuerpo.
El deterioro físico no es más que el síntoma visible de una descomposición moral profunda. Pero a diferencia del personaje de Wilde, no hay aquí un retrato escondido en el altillo de ninguna mansión, porque este político nunca tuvo la lucidez de sospechar que el alma también se pudre. La política, para él, no fue jamás un servicio ni un compromiso, sino el medio más eficaz para la autosatisfacción de su ambición desmedida. Un narciso sin estanque, que encontró en los escaños el reflejo de su propia vanidad.
Ahora, acorralado por las filtraciones, las investigaciones y los silencios incómodos de antiguos aliados, se le ve más solo que nunca. Sus comparecencias, antes arrogantes y cargadas de condescendencia, transpiran un aire de derrota apenas disimulada. Como si la verdad comenzara a hacerle sombra, y ya no pudiera encontrar refugio ni en las cámaras amigas ni en los asesores sumisos.
Ha envejecido de golpe. No por el paso del tiempo, sino por el peso de lo no dicho, de lo oculto, de lo pactado entre bastidores. Cada arruga en su rostro es una cláusula oscura, cada cana, una adjudicación sospechosa, cada temblor, una llamada que nunca debió hacerse. Se le olvidó encargar ese retrato mágico que envejeciera por él, y ahora su rostro es la prueba viviente de que el poder corrompe, pero más aún cuando se ejerce sin alma.
Y así, sin cuadro que le redima ni conciencia que le detenga, se consume ante los ojos de todos. No caerá por un tribunal ni por una confesión. Caerá, sencillamente, por desgaste. Por haberse creído impune. Por no entender que el alma, incluso cuando no se ve, también muere si se prostituye demasiado.
Quien quiera leer esta tragedia que mire su rostro: ahí está escrita, sin tinta, la novela completa.

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