Artículo de opinión
Por Luis Seco de Lucena
En el universo de la política, donde no se exige titulación ni experiencia previa para ejercer uno de los trabajos más importantes de una democracia, resulta casi cómico —si no fuera tan trágico— que tantos se esfuercen en inflar su currículum con títulos que no tienen, másteres que no cursaron o doctorados fantasmas. ¿Qué necesidad hay de mentir en un entorno que no exige nada para comenzar?
La política, tal como se ejerce hoy en día, no solicita a sus aspirantes ni un examen de acceso, ni una entrevista rigurosa, ni una formación mínima. Basta con saber moverse entre siglas, repetir consignas y ganarse el favor de una cúpula que premia la obediencia más que la capacidad. Entonces, ¿por qué ese afán por aparentar méritos académicos que, en teoría, no se requieren para ascender en la escalera del poder?
Tal vez la respuesta no esté en la necesidad, sino en la impostura. En el intento de dotarse de un barniz de credibilidad en una sociedad que aún valora —al menos sobre el papel— la formación y el esfuerzo. Y es precisamente esa distancia entre lo que dicen ser y lo que son, la que desenmascara una hipocresía institucionalizada.
Los casos se multiplican: másteres regalados, tesis plagiadas, cursos inexistentes. Y lo peor no es la mentira en sí —que ya sería bastante— sino la tibia reacción social ante estas farsas. Hemos asumido que el político miente como quien respira. Nos escandalizamos un par de días, se llena un plató de tertulianos, y luego todo sigue igual. Como si la deshonestidad viniera de serie con el escaño.
Hemos normalizado lo anormal. Admitimos que el político robe, mienta, se salte normas éticas y legales, y, aun así, siga cobrando del erario y dictando leyes. Peor aún: hay quienes lo justifican según su color político, como si la verdad dependiera del partido que la pronuncie. El cinismo es ya un síntoma estructural.
Un currículum falseado es mucho más que una mentira administrativa. Es una metáfora del sistema. Una declaración silenciosa de que la imagen importa más que la sustancia, que aparentar vale más que saber. Y en ese juego de trampas, los ciudadanos perdemos siempre. Porque no se trata solo de credenciales académicas, sino de ética, de respeto al votante, de la mínima decencia exigible a quien aspira a representarnos.
¿Hasta cuándo aceptaremos la mentira como peaje inevitable de la política? ¿Cuándo dejaremos de premiar al tramposo con un escaño y al honesto con el olvido? Mientras sigamos tolerando currículums de humo, tendremos gobiernos de humo. Y un futuro escrito en la niebla.

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