Artículo de opinión
Por Luis seco de Lucena
Hubo un tiempo en que creíamos. Creíamos en algo, en alguien, en el futuro. Hoy solo queda la ceniza del desencanto. España no se rompió por conspiraciones externas ni por la fatiga histórica, sino por la traición de sus propios pilares: la Iglesia, la política y los medios de comunicación. Ellos, que debían custodiar el alma, la voluntad y la razón del pueblo, hoy son su caricatura grotesca.
Perdimos la fe gracias a la Iglesia. No por la ciencia, no por el progreso, no por el tiempo. La perdimos cuando descubrimos que bajo los hábitos se escondían silencios cómplices, abusos impunes, riquezas obscenas. Cuando nos hablaron de humildad desde catedrales bañadas en oro. Cuando pidieron obediencia mientras encubrían el horror. La fe no murió; la mataron con cada mentira disfrazada de doctrina, con cada gesto de arrogancia disfrazado de caridad. No fue el ateísmo lo que vació los templos: fue el cansancio de fingir que aquello seguía siendo sagrado.
Nos alejamos de la democracia por culpa de los políticos. ¿Cómo no hacerlo, si ellos fueron los primeros en pervertirla? De izquierda a derecha, todos se revuelcan en la misma charca de ambiciones personales, clientelismo, cinismo y promesas huecas. La democracia ya no es participación: es espectáculo. Votan por nosotros sin mirarnos, gobiernan para ellos sin disimulo. La política ha dejado de ser el arte de servir para convertirse en el arte de sobrevivir. Y mientras tanto, el pueblo se aleja, hastiado, confundido, rendido ante la falsa elección entre lo malo y lo peor.
Dudamos de la verdad gracias a los medios de comunicación. Porque dejaron de contarla. La enterraron bajo toneladas de intereses, clics, líneas editoriales y titulares manipulados. Hoy la prensa no informa: adoctrina. No interpela: intoxica. La mentira se sirve con banda sonora, con plató y con analista a sueldo. La verdad ya no interesa si no es rentable. Y así, entre el sensacionalismo y la propaganda, nos acostumbramos a no saber en qué creer. O peor: a no querer saber.
Lo más triste no es que esto haya pasado. Lo más triste es que lo hemos permitido. Que lo hemos visto venir. Que cada domingo vacío, cada voto resignado, cada telediario ignorado era un grito sordo que nadie quiso oír.
España no está en crisis: está en duelo. Duelo por lo que fuimos, por lo que soñamos, por lo que nos prometieron. Pero sobre todo, por lo que ya no esperamos. Porque una vez rota la fe, burlada la democracia y corrompida la verdad, ¿qué queda?
Tal vez solo el silencio. Ese que llega después del grito. Ese que pesa más que mil palabras.

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