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lunes, 14 de julio de 2025

Los que mataron la fe, la democracia y la verdad


Artículo de opinión

Por Luis seco de Lucena 

Hubo un tiempo en que creíamos. Creíamos en algo, en alguien, en el futuro.  Hoy solo queda la ceniza del desencanto. España no se rompió por  conspiraciones externas ni por la fatiga histórica, sino por la traición de sus  propios pilares: la Iglesia, la política y los medios de comunicación. Ellos, que  debían custodiar el alma, la voluntad y la razón del pueblo, hoy son su caricatura  grotesca. 

Perdimos la fe gracias a la Iglesia. No por la ciencia, no por el progreso, no por  el tiempo. La perdimos cuando descubrimos que bajo los hábitos se escondían  silencios cómplices, abusos impunes, riquezas obscenas. Cuando nos hablaron  de humildad desde catedrales bañadas en oro. Cuando pidieron obediencia  mientras encubrían el horror. La fe no murió; la mataron con cada mentira  disfrazada de doctrina, con cada gesto de arrogancia disfrazado de caridad. No  fue el ateísmo lo que vació los templos: fue el cansancio de fingir que aquello  seguía siendo sagrado. 

Nos alejamos de la democracia por culpa de los políticos. ¿Cómo no hacerlo, si  ellos fueron los primeros en pervertirla? De izquierda a derecha, todos se  revuelcan en la misma charca de ambiciones personales, clientelismo, cinismo y  promesas huecas. La democracia ya no es participación: es espectáculo. Votan  por nosotros sin mirarnos, gobiernan para ellos sin disimulo. La política ha dejado  de ser el arte de servir para convertirse en el arte de sobrevivir. Y mientras tanto,  el pueblo se aleja, hastiado, confundido, rendido ante la falsa elección entre lo  malo y lo peor. 

Dudamos de la verdad gracias a los medios de comunicación. Porque dejaron  de contarla. La enterraron bajo toneladas de intereses, clics, líneas editoriales y  titulares manipulados. Hoy la prensa no informa: adoctrina. No interpela: intoxica.  La mentira se sirve con banda sonora, con plató y con analista a sueldo. La  verdad ya no interesa si no es rentable. Y así, entre el sensacionalismo y la  propaganda, nos acostumbramos a no saber en qué creer. O peor: a no querer  saber. 

Lo más triste no es que esto haya pasado. Lo más triste es que lo hemos  permitido. Que lo hemos visto venir. Que cada domingo vacío, cada voto  resignado, cada telediario ignorado era un grito sordo que nadie quiso oír. 

España no está en crisis: está en duelo. Duelo por lo que fuimos, por lo que  soñamos, por lo que nos prometieron. Pero sobre todo, por lo que ya no  esperamos. Porque una vez rota la fe, burlada la democracia y corrompida la  verdad, ¿qué queda? 

Tal vez solo el silencio. Ese que llega después del grito. Ese que pesa más que  mil palabras.


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