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domingo, 28 de junio de 2015

En busca de la superabeja


¿Será posible salvar a los polinizadores más importantes del mundo? Científicos y apicultores están intentando crear una abeja más resistente.
El hermano Adam debió de notar que había elegido un mal momento para hacerse apicultor. Corría el año 1915 y él era un novicio en la abadía de Buckfast, en el sudoeste de Inglaterra. Durante siglos se habían registrado episodios de mortandad repentina de abejas, pero la catástrofe que presenció el joven monje benedictino de 16 años no tenía precedentes. Una misteriosa enfermedad había arrasado casi todos los colmenares de la isla de Wight y estaba haciendo estragos en el resto de Inglaterra. De la noche a la mañana el hermano Adam halló las colmenas vacías, las abejas arrastrándose por el suelo, incapaces de volar. Ese año la abadía perdió 29 de sus 45 colmenas.
Con el tiempo, los científicos relacionaron la enfermedad con un virus previamente descono­cido, pero la investigación llegó demasiado tarde para salvar a la abeja melífera de color marrón oscuro nativa de Gran Bretaña. Casi todas las colmenas supervivientes eran híbridas, resultado del cruce de zánganos autóctonos con reinas extranjeras. La aparente superioridad de aquellas mestizas inspiró en el hermano Adam la idea de criar una abeja resistente a las enfermedades.
En 1950, tras muchos años de preparación, le llegó finalmente su oportunidad. Al volante de una vieja furgoneta de la abadía, viajó durante los 37 años siguientes por Europa, Oriente Próximo y África, hasta reunir más de 1.500 reinas. Entre ellas estaban las laboriosas abejas del norte de Turquía, las mil y una variedades de Creta, las abejas aisladas de los oasis del Sahara, las de color negro oscuro de Marruecos, las diminutas abejas anaranjadas del Nilo y las supuestamente dóciles del Kilimanjaro. El monje se llevó su exótica colección a un páramo remoto, lejos de otras abejas y de sus genes indeseables. Tras realizar innumerables cruzamientos en el más ab­­soluto aislamiento, creó la abeja Buckfast, que enseguida fue apodada «la superabeja». Robusta y de color tostado, era poco proclive a los picota­zos, producía mucha miel y era resistente a la que entonces se conocía como enfermedad de la isla de Wight, la que había diezmado el colmenar de la abadía. En la década de 1980 las abejas Buckfast ya se vendían en todo el mundo. El de apicultor es un oficio poco común, pero el hermano Adam se convirtió en algo aún menos frecuente: una celebridad de la apicultura.
Pero pese a la aparición del vigoroso híbrido, las abejas volvían a estar en peligro. Un ácaro asiático con el expresivo nombre de Varroa destructor había invadido Europa y América. «Solo una raza o variedad completamente resistente y genéticamente inmune puede ser la solución definitiva a esta amenaza», declaró en 1991 el hermano Adam. Pero antes de que pudiera ponerse manos a la obra, el abad de Buckfast, convencido de que la creciente fama del monje lo estaba alejando de su vocación religiosa, lo retiró de la apicultura. El hermano Adam murió, desolado, en 1996. «Nadie ocupó realmente su puesto en la abadía», dice Clare Densley, quien hace dos años puso en marcha una vez más el accidentado programa de apicultura de Buckfast.
Mientras tanto, la situación empeoraba en el país de las abejas. En 2007 las noticias sobre el «síndrome de despoblamiento de las colmenas» –episodios de mortandad repentina de colmenas enteras– se extendieron por Europa y América. La prensa habló de «amenaza para la agricultura mundial» y de «catástrofe sin precedentes para el planeta». Los titulares estaban justificados: la polinización realizada por insectos, sobre todo por abejas melíferas, es vital para una tercera parte de la producción alimentaria del mundo.

Los estudiosos de las abejas, muchos inspirados por el hermano Adam, han intentado comprender el despoblamiento de las colmenas. La mayoría ha llegado a la conclusión de que el pro­­blema no obedece a una causa única, como se pensó en un principio, sino a la suma de plagas, patógenos, pérdida de hábitat y sustancias tóxicas; y los ácaros Varroa son un componente crucial de esa mezcla letal. Casi todos los grandes apicultores recurren hoy a plaguicidas para matar los ácaros, una solución que en el mejor de los casos no pasa de ser un parche. Para evitar el uso de sustancias químicas, algunos investigadores han recuperado el enfoque del hermano Adam y piensan ya en la «Superabeja Versión 2.0», pero utilizando los instrumentos más avanzados de la ciencia, entre ellos la modificación genética. Otros se inclinan por la estrategia contraria, más natural que la del hermano Adam: dejar que las abejas evolucionen por sí solas, sin sustancias químicas ni manipulación genética.
«Por desgracia, ninguno de esos enfoques ha producido todavía una variedad de abeja suficientemente productiva y resistente a los ácaros. Y cuando digo “suficientemente” me refiero a una abeja que cambie el panorama de manera radical», afirma Keith Delaplane, director del programa de estudio de las abejas melíferas de la Universidad de Georgia. Y hasta que eso ocurra, dice, las dificultades a las que se enfrentan las abejas son enormes. «Cuando me reúno con apicultores y les pido que alguien me cuente sus éxitos, ninguno levanta nunca la mano.»
Una colmena es un superorganismo. Un cerebro colectivo. Una red lingüística; las abejas melíferas son uno de los pocos animales no hu­­manos que se comunican simbólicamente entre sí: danzan para señalar a sus compañeras la locali­zación de la comida. Apicultores e investigadores emplean todas esas metáforas para describirlas, pero reconocen que no llegan a captar del todo la realidad de esas criaturas fascinantes y de sus comunidades ultraorganizadas. Con una población de hasta 80.000 individuos, una colmena es como una pequeña ciudad humana.
Volando y zumbando, los laboriosos animales que los científicos denominan Apis mellifera van en busca de flores y de gotas diminutas de una secreción azucarada llamada néctar. Las abejas liban el néctar y lo almacenan en el buche melario, donde se disocian los diferentes azúcares. Cuando regresan al interior de la colmena, regurgitan el contenido del buche y lo abanican con las alas para que el agua se evapore. Finalmente almacenan la sustancia dulce y pegajosa resultante –la miel– para comerla en invierno, si no se la roban los humanos. Según cálculos del ecólogo Bernd Heinrich, medio kilo de miel de trébol «representa la recompensa en forma de comida de unos 8,7 millones de flores».
Cuando uno ve a las abejas producir miel obsesivamente, es difícil creer que su papel principal en la naturaleza en realidad es otro: el de distribuidoras de polen. Pero así es. El polen es la parte masculina de una planta; transfiere ADN a la parte femenina de la flor, lo que resulta esencial para la reproducción. Para dispersar el polen, las plantas confían en el viento o en los animales, en su mayoría insectos. Mientras Apis mellifera busca néctar en las flores, recoge sin querer granos de polen que se le quedan pegados a los pelos del cuerpo. Cuando visita otras flores, deja caer parte del polen recogido, que fecunda la planta. Las especies vegetales que dependen del viento para la polinización desprenden enormes nubes de polen, para que unos pocos granos acaben cayendo en otras flores. Desde el punto de vista evolutivo, utilizar a los animales es mu­­cho más eficiente; por eso las plantas polinizadas por insectos suelen producir la milésima parte de polen que las polinizadas por el viento.
Hasta que visité a Adam Novitt no acabé de entender bien cómo funciona todo esto. Novitt es un apicultor de Northampton, Massachusetts, que tiene unas cuantas colmenas en un pequeño jardín urbano. La suya es una producción artesanal, dirigida a los partidarios del comercio de proximidad: cada frasco de su miel de North­ampton está etiquetado con el código postal de la zona donde han forrajeado las abejas. Novitt tuvo que esperar dos años para conseguir sus reinas Buckfast, que tienen una demanda enorme. Para demostrar la docilidad de estas abejas, retira las tapas de las colmenas sin guantes ni careta. Un olor que recuerda al de un corral –cera, miel y madera– se eleva en el aire. Sobre los pa­­nales, las abejas chocan y caen una sobre otra, como niños en el patio de una guardería.


Algunas abejas de Novitt están cubiertas de motas rojizas del tamaño de una cabeza de alfiler:Varroa destructor. Los ácaros se adhieren a ellas como garrapatas, les succionan la hemolinfa –un fluido similar a la sangre– y debilitan su sistema inmunitario. El ambiente cálido y húmedo de la colmena, donde las abejas están en constante contacto entre sí, es perfecto para los patógenos de estos insectos, del mismo modo que el am­biente de las guarderías es ideal para la propagación de los patógenos humanos. «El ácaro abre el camino; las bacterias, los hongos o los virus hacen el resto –explica Novitt–. En poco tiempo –chasquea los dedos–, ¡colmena despoblada!» Antes de la llegada de Varroa, dice, criar abejas era simplemente tener abejas: «la mayor parte del tiempo apenas necesitaban atención». Pero desde la llegada del ácaro, «hay que estar todo el tiempo pendiente de ellas». La apicultura debería llamarse ahora «gestión de ácaros», asegura.
La mayoría de los agricultores con problemas de plagas recurre a los productos químicos, como los plaguicidas que se rocían sobre los manzanos para evitar que la fruta se agusane. Aunque los ácaros y las abejas son mucho más parecidos entre sí que los manzanos y sus plagas, los laboratorios agroquímicos han descubierto alrededor de una docena de acaricidas eficaces. Estos productos se utilizan ampliamente, pero no he hablado con ningún investigador ni con ningún apicultor profesional o aficionado que se sienta cómodo con la idea de introducir tóxicos en las colmenas. Además, hay informes científicos que señalan que muchos Varroa ya son resistentes a los acaricidas comerciales.
Un tratamiento diferente y potencialmente no tóxico es el que pretende desarrollar Beeologics, filial del gigante de la industria agroalimentaria Monsanto, basado en ARN interferente. En las células, las moléculas de ARN transmiten la in­formación contenida en los genes –segmentos de las moléculas de ADN– a la maquinaria celular que fabrica las proteínas, que son a su vez los componentes de que están hechos los seres vivos, algo así como sus «ladrillos de construcción». Cada proteína tiene una composición única, como únicos son su ARN y su gen asociados. En la interferencia por ARN las células son bombardeadas con una sustancia destinada a atacar una variante específica de ARN. Al neutralizar esa variante, se destruye el nexo de unión entre un gen y su proteína. En la versión de Beeologics, las abejas serían alimentadas con agua azucarada que contuviese ARN interferente que desactivaría el ARN de los ácaros. En teoría el agua azucarada no afectaría a las abejas, pero sí a los ácaros, que asimilarán el ARN interferente cuando succionen la hemolinfa de sus huéspedes. Es como matar vampiros comiendo pan de ajo.
Jerry Hayes, de la sección de Monsanto dedicada a la apicultura, espera sacar al mercado un producto de este tipo en un plazo de entre cinco y siete años. La mayor dificultad, dice, es crear un producto estable, algo que los apicultores «puedan llevar consigo cuando salen a la carretera con cuarenta grados a la sombra».
En opinión de la investigadora de la Universidad de Minnesota Marla Spivak, el problema es que el ARN interferente es un instrumento para un único fin. «Si atacas un área específica –sostiene–, el organismo acabará por encontrar el modo de eludir el obstáculo.» Desde su punto de vista, la manera de evitar el apocalipsis apícola es desarrollar una abeja «más fuerte y más sana», capaz de resistir a las enfermedades y a los ácaros por sí sola, sin ayuda humana.
Dos equipos de investigadores –el de Spivak y sus colaboradores, y el de John Harbo y sus colegas del centro de investigación que el Departamento de Agricultura de Estados Unidos tiene en Baton Rouge, Louisiana– que trabajan de forma independiente ya intentaron criar abejas resistentes a los ácaros. Aunque sus enfoques eran diferentes, el objetivo era el mismo: obtener abejas «limpiadoras».

Todas las larvas de Apis mellifera crecen en celdas especiales del panal, que las abejas adultas llenan de comida y tapan con cera. Los ácaros entran en las celdas justo antes de que queden selladas y ponen sus huevos. Al eclosionar, los jóvenes ácaros se alimentan de las pupas indefensas e inmóviles. Cuando la abeja adulta sale de la celda, su dorso o su vientre están moteados de ácaros. A diferencia de la mayoría de las abejas, las limpiadoras pueden detectar los ácaros que hay en el interior de las celdas selladas, probablemente por el olfato. Cuando lo hacen, abren las celdas y retiran las larvas infestadas, interrumpiendo así el ciclo reproductivo del ácaro.
Tanto Spivak como Harbo lograron diferentes versiones de abejas limpiadoras a finales de la década de 1990. Unos años después, los científi­cos observaron que estas abejas se vuelven menos eficaces a medida que aumenta el número de ácaros. Aún no se ha podido superar esa cuestión, en parte porque se desconoce la base genética de la conducta limpiadora. Problemas similares han surgido en torno a otro aspecto que para los criadores también sería deseable desarrollar: el acicalamiento. Pasándose el segundo par de patas por el cuerpo, las abejas se acicalan a sí mismas y a sus compañeras. Si lo hacen antes de que los ácaros se enganchen, pueden hacerlos caer de sus cuerpos. Por lo tanto, un objetivo evidente de la cría sería una abeja limpiadora que desplegara una conducta intensiva de acicalamiento. Sin embargo, los criadores temen producir abejas obsesionadas con el «arreglo personal», como adolescentes presumidas. Además, siempre está la preocupación de que la selección para favorecer un rasgo repercuta negativamente en otros rasgos deseables, y que las abejas limpiadoras, por ejemplo, se vuelvan agresivas o produzcan poca miel.
Martin Beye, genetista de la Universidad Heinrich Heine de Düsseldorf, sostiene que para resolver esos dilemas será preciso recurrir a la biología molecular. Para un genetista, cruzar a ciegas dos tipos de abejas con un rasgo deseado es como entrechocar dos puñados de canicas y esperar a ver qué sale. Es mucho más eficaz identificar los genes específicos asociados con los rasgos deseados e insertarlos en las abejas. Un consorcio de más de un centenar de investigadores descifró en 2006 el genoma de la abeja. Beye formaba parte de ese grupo. El siguiente paso, a su modo de ver, sería identificar los genes que condicionan ciertas conductas y, de ser necesario, modificarlos.
Aunque los científicos produjeron los primeros insectos transgénicos ya a comienzos de la década de 1980, todos los intentos de insertar genes en Apis mellifera habían resultado infructuosos. Beye asignó la tarea de encontrar un método para conseguirlo a una joven investigadora, Christina Vleurinck. Tenía que extraer huevos de una colmena, inyectarles material genético (en este caso, un gen que hace brillar ciertos tejidos bajo una luz fluorescente) y volver a depositarlos en sus panales. Tras repetidos intentos, los genes no prosperaban. Al introducir agujas en los huevos a menudo los embriones resultaban dañados y las abejas obreras se apresuraban a matarlos. Era como tener miles de críticos diminutos, cada uno con la potestad de clausurar el espectáculo. Con Beye y otros dos colaboradores, Vleurinck desarrolló poco a poco una técnica eficaz. Aun así todavía faltan años de trabajo para que el método pueda utilizarse en la producción de una abeja mejor. Además, la liberación en la naturaleza de abejas gené­ticamente modificadas suscitará controversias. «Estamos pisando terreno nuevo –advierte Beye–. Tenemos que andar con cuidado.»
Las abejas de Vleurinck están en una tienda, aisladas del mundo exterior, tal como estipula la legislación alemana sobre organismos transgénicos. Durante mi visita, un miembro del personal me conduce hasta la tienda, extrae un panal de una colmena de poliestireno y me deja examinarlo. Está cubierto de abejas genéticamente modificadas. A mis ojos de lego, son iguales que las corrientes, solo que más infelices. Cuando no se las deja volar libremente, se tornan irritables. Vleurinck ha recibido tantas picaduras que se ha hecho alérgica a su veneno.
Todo esto hace que Phil Chandler, autor de The barefoot beekeeper («El apicultor descalzo»), se lleve las manos a la cabeza. Él sostiene que demasiados científicos, por muy buenas que sean sus intenciones, se están convirtiendo en parte del problema. «No podemos superar nuestras dificultades aplicando la forma de pensar que las causó», argumenta. Se refiere al «persistente espejismo» de que el ser humano puede controlar la naturaleza. En su opinión, es posible crear abejas mejores y más resistentes, pero eso solo pueden hacerlo las propias abejas. Para él, el mayor enemigo no son los ácaros ni los virus, sino la agricultura industrial. Muchos científicos le dan tristemente la razón. El desacuerdo se pro­­duce a la hora de decidir qué hacer al respecto.
Hace un siglo, muchos cultivos eran polinizados aún por abejas silvestres. Después, las granjas familiares se transformaron en grandes fincas agroindustriales. Las abejas necesitan forrajear la mayor parte del año, pero los campos dedicados a un monocultivo solo producen flores durante unas semanas, y los herbicidas matan las malas hierbas que podrían sustentar a las abejas el resto del tiempo. Actualmente hay tan pocas abejas, que los agricultores tienen que alquilar colmenas a los apicultores comerciales, que las transportan en grandes camiones de una finca a otra. El pico de actividad se produce en Estados Unidos durante los meses de febrero y marzo, cuando alrededor de 1,6 millones de colmenas de todo el país convergen en el valle central de California para polinizar los almendros.
Me reúno con Chandler cerca de la abadía de Buckfast, en una reunión de apicultores. Muchos coinciden con su diagnóstico, pero se indignan cuando dice que lo mejor para controlar aVarroa sería… no hacer nada. Su consejo es mantener a las abejas sanas y bien alimentadas y dejar que la evolución haga el resto. Admite que durante 10 años o más los apicultores podrían perder la mayor parte de sus abejas. Pero con el tiempo, la selección natural acabaría produciendo una abeja resistente. «Tenemos que pensar en lo que es mejor para las abejas, no para nosotros», afirma.
Chandler no es optimista respecto al futuro de Apis mellifera. Densley, la apicultora de la abadía, está preocupada, pero más esperanzada que Chandler. Para animarlos, les hablo de RoboBee, el proyecto de la Universidad Harvard para crear diminutos drones polinizadores. En principio, la tecnología es factible. Serían robots autónomos que identificarían las flores por su color, planearían sobre ellas y les insertarían una sonda blanda para extraerles el polen. Sugiero que la existencia de abejas robóticas rebajaría la presión que soportan las abejas reales.
Pero Chandler no parece convencido. Tampoco a Densley le entusiasma la idea. «No estoy preparada para un mundo de abejas mecánicas –dice la apicultora–. Prefiero las que tengo ahora.» Ella, como el resto de los amantes de las abejas, está a la espera de alguna novedad.

fuente : http://www.nationalgeographic.com.es/articulo/ng_magazine/reportajes/10164/busca_superabeja.html?_page=2

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