Hace días que quería escribir, lo había prometido, sobre uno de los casos de violencia de género más brutal que he conocido y vivido de cerca de manera que ahora que tengo la cabeza lo suficientemente tranquila como para meterme en su relato, cumpliré lo prometido. Advierto que deseo escribir de ese caso porque todo lo que se difunda sobre tamañas atrocidades será poco y porque llevo años tratando de localizar a los protagonistas, víctimas, es decir, hijos y tal vez nietos, de semejante atrocidad.
Una cosa deben tener claro; todo lo que aquí cuento lo viví intensamente y lo guardo en mi memoria profesional con dolor. Hace poco hablé con una de las vecinas de Jinámar que en esa época era una destacada líder vecinal. Recuerda todos los detalles del caso pero desconoce dónde localizar a la familia de la víctima que al parecer abandonó el barrio.
Tal vez con esa muerte me ocurra que al vivirla desde el corazón de la vivienda en la que sucedieron los hechos guardé para mí lo que vi, lo que escuché y lo que silencié, de ahí que solo yo lo recuerde.
“Cuidado, no pise la sangre…”
En ocasiones una se pregunta qué ocurre con determinadas historias que se nos graban a sangre y fuego. En este caso lo entenderán mejor desde que vaya desmenuzando la atrocidad. Cuando aquella mañana acudí al bloque de Jinámar en la que había ocurrido el brutal asesinato los vecinos me alertaron en la puerta con un “cuidado, no pise ahí, que hay sangre…”. La primera en la frente. Miré hacia arriba y los mismos vecinos me aclararon que la sangre de la acera era de la fallecida que vivía en el cuarto o quinto piso. El marido la mató en la alcoba y después limpió con esmero la habitación con una tranquilidad escalofriante; luego se asomó por la ventana y desde allí lanzó a la calle los restos de la limpieza, agua y sangre. Esa operación la realizó un par de veces hasta que consideró que la escena del crimen estaba limpia.
Era todo tan horrible que me envalentoné y decidí colarme y acceder a la vivienda en la que estaban retirando el cadáver de una mujer menuda, vestida de negro, pelo negro y piel blanca. Vi sus manos. Tremenda imagen. El asesino, delgado, estatura media, pelo negro abundante y una camiseta ensangrentada estaba sentado en el pasillo esposado y custodiado. Unos adolescentes, dos o tres, no lo recuerdo bien, subían y bajaban la escalera entre sollozos pero no recuerdo la escenificación de un dolor acorde a lo sucedido. Más: un chico, desconozco si hijo del asesino, le encendió un cigarro al detenido y se lo colocó entre los labios. Estaba nervioso.
Una vez en la casa (me confundieron con una Asistenta Social cosa que yo no desmentí…) pude escuchar del forense unas atrocidades de su muerte que no he podido olvidar jamás. La mató a palos. Supe también que ni la víctima ni sus hijos habían denunciado jamás las palizas que el macho de la casa propinaba a la señora. De tal manera –y ése fue uno de los titulares que al día siguiente destacamos los periodistas que cubrimos el suceso- que la vecindad contó que la fallecida nunca salía a la calle sin medias negras tupidas para ocultar así los hematomas que le causaba las múltiples agresiones recibidas. Verano e invierno, medias negras. Recuerdo haber tomado café en la casa de una vecina que era un mar de lágrimas. Ella fue la que me abrió los ojos respecto a la conducta de los hijos del asesino. El mayor tendría unos 22 años o así y era el “gallito”. Se encaraba con todo el mundo, policía incluida. En el bloque de viviendas se sabía bien lo que ocurría en la casa pero ya se sabe que el miedo es libre. Los niños, contaba la vecindad, se habían criado en un ambiente de absoluta violencia de forma que los gritos de terror de su madre lo vivían con normalidad. Y así era porque un día después en el Cementerio de San Lázaro donde la señora recibió sepultura, el altercado entre los hijos y la prensa fue tremendo; no querían que estuviéramos en los alrededores, llamaron a la policía y algún empujón hubo. Los chicos no defendían explícitamente a su padre pero tampoco hubo ni un solo reproche público hacia él tal y como parecería lógico. Siempre me llamó la atención su mutismo en un contexto de tanto dolor, es decir, asistiendo al entierro de su madre mientras el padre asesino era conducido a la cárcel. Terrible todo.
Que una muerte tan brutal se produzca de madrugada en la alcoba de los papis y que nadie intervenga ante la gravedad de lo que estaba ocurriendo, es un espanto. Hace unos dos años viendo tv me pareció reconocer a las víctimas del caso que tanto me había impactado. Cuatro o cinco hombres y mujeres, jóvenes hermanos relataban su dolor ante las cámaras porque “lo que habían vivido en casa” (no precisaban el caso) les había separado para siempre. Se reprochaban mil cosas y alguno reconoció su necesidad de huir de “todo aquello”. De pronto proyectaron imágenes de una mujer menuda que hablaba alegre a la cámara. Era una fiesta familiar, yo diría que Navidad. Sinceramente en ese momento el dolor que vi en sus rostros me trasladó al bloque de Jinámar. Eran canarios. Traté de localizarlos a través de la cadena pero no tuve suerte.
Nunca sabré si eran ellos. O sí. Sabe Dios
http://www.marisolayala.com/
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