Artículo de opinión
Durante décadas, Europa creyó haber desterrado la guerra de su horizonte. Tras la caída del Muro de Berlín, el continente abrazó una idea cómoda —quizá ingenua—: la de una paz permanente garantizada por el comercio, la diplomacia y el paraguas estratégico de otros. Hoy, esa certeza se ha resquebrajado.
La invasión rusa de Ucrania no solo ha devuelto la guerra convencional al corazón de Europa, sino que ha reabierto un debate que parecía cerrado: ¿están las democracias europeas en condiciones reales de defenderse? Y, más aún, ¿deberían replantearse la instauración de algún tipo de servicio militar obligatorio o cívico-militar para reforzar sus capacidades defensivas?
Rusia ha demostrado que la fuerza militar sigue siendo, para algunos regímenes, una herramienta legítima de política exterior. La amenaza ya no es abstracta ni lejana: se manifiesta en fronteras, ciberataques, campañas de desinformación y presión híbrida sobre países del flanco oriental europeo.
Europa, por el contrario, llega a este punto con ejércitos profesionales reducidos, una industria de defensa fragmentada y una dependencia estratégica excesiva de aliados externos. La pregunta no es si Europa desea la guerra —nadie la desea—, sino si está preparada para disuadirla.
Hablar de servicio militar obligatorio provoca rechazo inmediato en amplios sectores de la sociedad. Se asocia a modelos del pasado, a imposiciones autoritarias o a experiencias traumáticas. Sin embargo, el debate actual no debería centrarse en volver sin matices al ayer, sino en adaptar el concepto a las necesidades del siglo XXI.
No se trata solo de formar soldados. Un servicio moderno podría incluir: defensa territorial básica, protección de infraestructuras críticas, ciberseguridad, logística, sanidad y emergencias, resiliencia civil ante crisis híbridas.
Países como Finlandia, Noruega o los Estados bálticos han demostrado que un modelo de “mili” bien diseñado no es incompatible con la democracia, sino que puede fortalecerla, al implicar a la ciudadanía en su propia defensa.
Las democracias no se sostienen únicamente con derechos; también requieren responsabilidades. La defensa común no puede recaer exclusivamente en una minoría profesional mientras la mayoría permanece ajena al riesgo. Existe una contradicción peligrosa entre exigir seguridad absoluta y rechazar cualquier compromiso personal con ella.
Un servicio militar —o cívico-militar— bien regulado, con garantías legales, igualdad de género y alternativas civiles reales, podría convertirse en una escuela de ciudadanía, cohesión social y conciencia democrática. No como militarización de la sociedad, sino como antídoto frente a la desafección y la fragilidad institucional.
Ahora bien, este camino no está exento de peligros. Imponerlo sin consenso social, sin un proyecto europeo común o como respuesta impulsiva al miedo sería un error. También lo sería utilizar la amenaza externa como coartada para recortar libertades o normalizar discursos belicistas.
El debate sobre el servicio militar no es cómodo, pero ya no es evitable. Ignorarlo sería irresponsable; abordarlo con simplismo, aún más. Europa debe decidir si quiere seguir siendo un actor político con capacidad de decisión o un espacio protegido por inercias ajenas.
La paz no se garantiza solo deseándola. A veces, para preservarla, hay que estar dispuesto a defenderla. Y esa defensa, en una democracia madura, quizá deba ser una responsabilidad compartida.

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