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sábado, 27 de diciembre de 2025

Entre gorros rojos y coronas de Oriente: una Navidad en disputa



Artículo de opinión

Cada diciembre, cuando las luces se encienden antes que el frío y los villancicos se adelantan al calendario, España vuelve a mirarse en un espejo que ya no devuelve una sola imagen. En el reflejo conviven, no siempre en armonía, una barba blanca de gorro rojo y tres coronas que vienen de Oriente. Papá Noel y los Reyes Magos se disputan el imaginario de la infancia —y, de paso, el relato cultural de la Navidad— como si de un pulso silencioso se tratara. Y no es una simple anécdota: en esa dicotomía se esconde una pregunta más honda sobre quiénes somos y qué estamos dispuestos a ceder cuando importamos tradiciones ajenas sin digerirlas.

No se trata de levantar muros ni de caer en nostalgias fosilizadas. La cultura, como la vida, es permeable; crece por ósmosis, se enriquece con el intercambio. España lo sabe bien: somos fruto de cruces, puertos y caminos. Pero una cosa es el mestizaje natural y otra la colonización blanda que llega envuelta en papel de regalo. Papá Noel no ha aterrizado aquí por necesidad simbólica, sino por eficacia comercial. Viene con un trineo cargado de marketing, horarios convenientes y una logística perfecta para adelantar compras. Y, claro, eso pesa.

Los Reyes Magos, en cambio, no llegaron ayer. Son relato, rito y espera. Son la noche del cinco de enero, la ilusión que aprende a demorarse, la cabalgata que convierte las calles en un teatro popular donde todos —niños y adultos— vuelven a creer por unas horas. Son el carbón que educa sin humillar, la carta escrita con letra torpe, el zapato colocado con cuidado. Son, en definitiva, una pedagogía del deseo que enseña que no todo llega cuando se quiere, sino cuando toca.

La dicotomía no es solo simbólica; es temporal. Papá Noel adelanta la Navidad y la vacía de vigilia. Todo sucede rápido, sin silencios. Los Reyes, en cambio, prolongan la fiesta y la dotan de relato. Hay una diferencia ética entre recibir y aguardar. La espera forma carácter; la inmediatez lo anestesia. ¿De verdad queremos enseñar a nuestros hijos que el deseo se satisface antes incluso de ser formulado?

Se dirá —y no sin razón— que los niños pueden creer en ambos, que no hay conflicto real, que exageramos. Pero las culturas no se erosionan de golpe: se desgastan por acumulación de pequeñas renuncias. Primero es “uno más”, luego “da igual”, y finalmente “esto siempre fue así”. Cuando la cabalgata se convierte en un acto residual y el protagonista absoluto es un señor importado por catálogo, algo se ha desplazado del centro a la periferia.

No es xenofobia cultural reclamar lo propio; es responsabilidad. Defender a los Reyes Magos no implica negar la existencia de otras tradiciones, sino afirmar la nuestra con la serenidad de quien sabe que tiene raíces. En un mundo globalizado, la identidad no se grita: se cuida. Y cuidarla exige criterio para discernir qué incorporamos y qué preservamos. No todo lo que llega envuelto en brillo merece quedarse.

Además, hay un matiz que conviene no olvidar: los Reyes Magos no son solo religión ni folklore; son comunidad. La cabalgata es el barrio, el pueblo, el voluntario que se disfraza, el niño que saluda a un rey que no viene de Laponia sino de la calle de al lado. Es una fiesta que no se consume: se participa. Papá Noel, por el contrario, es un icono listo para usar, eficaz y solitario, que no necesita plaza ni vecinos.

Esta Navidad, quizá el gesto más subversivo sea sencillo: escribir la carta con calma, salir a la calle el cinco de enero, sostener la espera. No para excluir, sino para equilibrar. Porque cuando todo es importado, lo propio acaba siendo exótico en su propia casa. Y una cultura que se mira a sí misma como curiosidad está a un paso de perderse.

Que cada familia elija, sí. Pero que la elección sea consciente. Entre gorros rojos y coronas de Oriente, España no tiene por qué renunciar a lo que la hace reconocible. En tiempos de prisa y consumo, apostar por los Reyes Magos es, paradójicamente, un acto de modernidad: reivindicar el valor de la espera, de la comunidad y del relato compartido. Y eso, en Navidad, sigue siendo un buen regalo.


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