Artículo de opinión
En los últimos días hemos asistido a un espectáculo preocupante: una ofensiva política y mediática contra el Tribunal Supremo por la condena al Fiscal General del Estado. No se trata de una discrepancia jurídica -legítima y saludable en una democracia-, sino de un intento de desacreditar a los jueces que han dictado sentencia, insinuando motivaciones ideológicas, componendas políticas o incluso referencias grotescas al 20-N. Lo verdaderamente alarmante no es el contenido de estas acusaciones, sino su objetivo: erosionar la independencia judicial cuando una resolución no gusta al poder.
Nos vienen a decir que la sentencia se presenta como una “celebración franquista”, los magistrados son caricaturizados según etiquetas ideológicas y el juicio, convertido sin pruebas en una operación política.
Se pretende reducir la decisión del Supremo a un marcador partidista: cinco magistrados “conservadores” frente a dos “progresistas”. Pero se omite que tres de esos cinco magistrados condenaron la trama Gürtel, la mayor red de corrupción vinculada al Partido Popular. Curioso “conservadurismo” el de quienes han firmado decisiones que alteraron por completo el panorama político español.
Ese dato, por sí solo, desmonta la fábula de un bloque ideológico monolítico. Del mismo modo, se obvia que las dos magistradas discrepantes son las mismas que intentaron exonerar a Chaves y Griñán en el caso de los ERE, el mayor escándalo de corrupción pública en la historia de Andalucía. Parece que en este relato solo existe contaminación ideológica cuando el fallo incomoda al Gobierno, nunca cuando beneficia a sus órbitas.
Sostienen los críticos que, si varios periodistas afirman que la filtración no provino del Fiscal General, entonces los jueces deben creerlos, y de no hacerlo, deberían procesarlos por falso testimonio. La argumentación es tan burda como peligrosa.
El Tribunal no juzga opiniones, ni sospechas, ni dilemas morales. Juzga hechos y pruebas. Que un informador crea conocer la procedencia de una filtración no lo convierte en prueba jurídica, del mismo modo que el secreto profesional no convierte un testimonio en verdad demostrada.
Pero lo verdaderamente alarmante es la conclusión implícita: para combatir un bulo -supuestamente difundido por terceros- sería legítimo cometer un delito desde las instituciones si el fin es atacar a un adversario político. Esa idea, normalizada en algunos discursos, es incompatible con cualquier Estado democrático.
Los ataques virulentos contra los magistrados -procedentes no solo de opinadores con tribuna, sino de miembros del propio Gobierno- constituyen una intromisión directa en la independencia judicial. Se acusa a los jueces de “hacer política”… por el simple hecho de proferir una sentencia que afecta al Ejecutivo. Ese razonamiento es inquietante: cuando un tribunal condena a alguien cercano al Gobierno, automáticamente es un tribunal politizado; cuando absuelve, es un tribunal ejemplar.
La paradoja es grotesca: quienes reprochan a la Justicia que “se meta en política” son los mismos que la presionan, la desacreditan y cuestionan su legitimidad cuando falla en su contra. ¿La razón? Tal vez porque cumplía órdenes del propio Gobierno. O tal vez porque esta sentencia es un recordatorio incómodo de que ninguna institución, ni siquiera la Fiscalía General del Estado, se encuentra por encima de la ley.
Comparar la resolución con “la crónica de una muerte anunciada” pretende insinuar que los jueces actuaron movidos por un destino preestablecido, como si la deliberación hubiera sido una farsa. Pero la realidad es menos literaria: el proceso ha seguido las garantías constitucionales, ha contado con testigos, pruebas, contradicción y tiempos procesales. Que al Gobierno, a sus seguidores y plumas afines no les convenza la sentencia no convierte a los magistrados en un coro conspirativo celebrando aniversarios del franquismo
-una acusación tan ofensiva como absurda-.
Esa manipulación del simbolismo político, especialmente al mencionar el 20-N, pretende intoxicar el debate público, sugiriendo sombras donde solo hay decisiones jurisdiccionales.
No es casual que ciertos sectores, anticipando la posible revisión del caso por el Tribunal Constitucional, comiencen a sembrar dudas sobre el Supremo. Este hostigamiento sistemático no busca cuestionar una sentencia, sino provocar un clima social que legitime desacreditar a cualquier órgano judicial que no actúe conforme a las expectativas del Gobierno.
Lo que hoy se dice contra la Sala Segunda del Tribunal Supremo servirá mañana como argumento para deslegitimar al Tribunal Constitucional si, llegado el momento, no exonera al señor García Ortiz o para aplaudirlo si lo hace. La estrategia es clara: si las resoluciones no son favorables, la Justicia está “tomada”.
En definitiva, la crítica al Supremo no es jurídica, sino política. No busca comprender la sentencia, sino erosionar la autoridad de quienes la han firmado. Y ese es el verdadero peligro: que algunos pretendan transformar la separación de poderes en una cuestión negociable.
España necesita jueces respetados, no jueces temidos o condicionados. Necesita un Estado donde el poder judicial pueda corregir los excesos del Ejecutivo sin ser acusado de conspiración, franquismo o “goles por la puerta de atrás”. Necesita, en suma, ciudadanos que entiendan que una democracia no se defiende atacando a sus jueces, sino respetándolos, incluso -y sobre todo- cuando no nos dan la razón.
Porque sin jueces independientes, no hay justicia.Y sin justicia, no hay democracia que pueda sobrevivir.
Teldehabla.com no se hace responsable de las opiniones
vertidas por terceros

No hay comentarios:
Publicar un comentario