Pero siempre una hora menos en Canarias.
Otra vez suena la alarma biológica del absurdo: toca cambiar la hora. Adelantar o retrasar el reloj, según dicte el calendario de confusiones semestrales. Y, como cada año, la mitad del país llega tarde y la otra mitad llega con ojeras. Una tradición moderna, dicen, con raíces en la eficiencia… del siglo XIX.
Todo empezó —nos cuentan los manuales— con la idea de ahorrar energía, cuando las bombillas eran un lujo y el petróleo no salía del grifo. Benjamin Franklin, siempre tan ocurrente, ya sugirió aprovechar mejor la luz solar para gastar menos velas. Y desde entonces, los gobiernos del mundo decidieron jugar a ser relojeros universales, convencidos de que mover las manecillas cambiaría algo más que los horarios.
Pero, ¿sirve hoy para algo el cambio de hora? ¿Ahorra energía en un mundo donde las luces LED son más listas que algunos ministros y las neveras nunca descansan? ¿Nos hace más productivos? ¿Más felices? O simplemente, ¿más confundidos? Las estadísticas son tan difusas como las mañanas del primer lunes tras el cambio.
Por eso, el presidente del Gobierno —en un ataque de pragmatismo o de insomnio— ha prometido estudiar el fin de esta costumbre. Una decisión valiente, sin duda, porque tocar el reloj nacional puede ser casi tan peligroso como tocar la Constitución. Y, claro, surge la gran pregunta: ¿qué horario elegimos, el de verano o el de invierno? Uno nos regala tardes más largas, el otro amaneceres menos criminales. Es como elegir entre café solo o con leche: al final, la mitad no quedará contenta.
Pero cuidado, que aquí entra en juego un asunto de Estado: Canarias.
Porque si algún día se decreta el fin del cambio horario, no podemos olvidar esa joya radiofónica que nos une como país: “Una hora menos en Canarias”. No es un detalle menor. Es parte de nuestra identidad colectiva, como el “vuelva usted mañana” o el “ya si eso”.
Esa frase ha acompañado a generaciones de españoles, marcando el tiempo con la misma solemnidad que el parte meteorológico. Quitarla sería una tragedia cultural. Imaginen el caos: los canarios sincronizados con la península. ¿Cómo sabríamos entonces que seguimos en España? La diferencia horaria no es un capricho: es una bandera invisible ondeando sobre el Atlántico.
Así que, por favor, acabemos con el absurdo de los relojes saltarines.
Dejemos de fingir que moviendo las agujas domamos al sol o ahorramos un kilovatio. Pero eso sí: cuando llegue la reforma definitiva, que nadie toque lo sagrado. Siempre una hora menos en Canarias.
Porque si algún día los relojes se rebelan, que al menos el tiempo siga latiendo con acento isleño.
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