Un rayo de sol entra tímidamente por el resquicio de la ventana de la habitación donde duermo con mi ama, lentamente estiro mis patas delanteras y, sin hacer ruido, bajo hasta la cocina donde tengo mi comida.
Saciada mi hambre, me dirijo a la azotea para desde mi atalaya contemplar como la luna se despide poco a poco dejando paso al sol que aún dormita tras las nubes que, como suaves copo de algodón, van colocándose en el cielo azul como piezas de puzle.
A lo lejos escucho el maullar de un gato y, espero, que sea el de la gatita blanca que ha robado mi corazón. Desconoce mi amor por ella, no sabe que cada día subo a esta azotea solo para verla cuando se asoma tras los cristales de la ventana.
Miro fijamente a ese punto y la veo como cada día con su collar rojo y los lazos del mismo color. ¡cuánto me gustaría acercarme hasta ella!
Absorto en mis pensamientos no me he dado cuenta de que ya amaneció y que los vecinos comienzan a salir a la calle. Por allá veo a la señora que cada día sale a barrer la acera, parando su quehacer para hablar con todo el que pasa.
Ya llegan hasta mi el sonido de los pasos lentos de los niños que bajan calle abajo en dirección al colegio, unos van aún medio adormilados, pero cuando regresan, sus risas inundan toda la calle.
Creo que mi ama se ha levantado, pues me llega el aroma al café que toma por las mañanas: doy una última mirada hacia la ventana donde está mi amada y bajo para ronronear junto a los pies de mi mamá humana.
Mañana volveré amigos.
María Sánchez.
No hay comentarios:
Publicar un comentario