(Los firma con su conocido seudónimo literario... ¡QUÉ COSAS!)
Serían las siete de la tarde, no más.
A la hora que la diaria bruma parecía
precipitase sobre Valverde ya.
Tras aquel gran ventanal marrón
de nuestra herreña casona,
me observaba una cándida mujer.
Era sin duda mamá y eso lo sé bien,
por esa cara sonriente rebosante de paz,
preñada de especial dulzura maternal
con que solo ella era capaz de mirar.
De pronto con su armoniosa voz me dijo:
¡Ven, sube ya! ¡Date prisa!
pronto la bruma me ocultará.
Aceleré mi andar sobre aquel inclinado sendero,
que sin interrupciones conduce a mi hogar.
Al llegar, la puerta estaba abierta de par en par,
como queriendo invitarme a entrar.
No lo dudé un segundo, mi madre Consuelo
esperaba arriba y yo ansiaba poderla abrazar.
De dos en dos fui subiendo aquellos escalones
de piedra negra que terminan en su habitación.
Pero al llegar...¡Pobre de mí!
Mamá no estaba allí.
Tampoco me extrañó en demasía,
pues sabía que ella en el Cielo habitaba
desde algunos años atrás.
Me senté en su vieja mecedora de esterilla,
mientras, triste y pensativo desvié
mi mirada perdida hacia la ventana.
Comprobé como la espesa bruma blanca
todos los espacios cubría ya.
Pero como si algo flotara en el ambiente,
apareció de repente el brillante rostro de mamá.
¿Por qué estás triste hijo mío?
Sabes que antes de partir te dije:
"siempre que te acuerdes de mí,
yo estaré contigo ahí"
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