Manuel Pimentel
Somos jauría y estamos sedientos de sangre. Todos. Usted, yo y su vecino del quinto. Campeamos en las redes sociales y exigimos nuestro tributo cotidiano de carne fresca para despedazar. Como en las rehalas de montería, los ladridos de los otros exacerban los propios.
Perseguimos con saña a nuestra víctima hasta que la desgarramos tras el agarre. El olor de la sangre nos enloquece, queremos más y más. Somos jauría sin percatarnos de ello. Nos creemos inocentes, pensamos que somos justos jueces de los demás para condenarlos duramente sin juicio alguno. No queremos justicia, sólo deseamos venganza; precisamos ahogar en el sufrimiento de la víctima la rabia propia. Pero, atención, la jauría puede volverse inesperadamente contra cualquiera de nosotros por causa merecida o injusta, que eso a nadie le importa. Basta que alguien nos apunte como culpables para que la jauría fiera se eche sobre nosotros sin conmiseración alguna.
Hemos aceptado denuncias
anónimas en nuestras leyes y pseudónimos en las redes sociales. Somos
uno más de la jauría hasta que un día pasamos a convertirnos en su
víctima. Pensamos que eso nunca puede ocurrirnos a nosotros, pero, como
en la canción de Rocío Jurado, el invierno siempre llega. Basta un
rumor, una noticia falsa, una fake new para que los que éramos alanos de dientes afilados pasemos a convertirnos en cervatillos atemorizados. Y si no, que a Màxim Huerta se lo pregunten.
El ya exministro, tras su caída, criticó a la jauría que le había destrozado, sin percatarse que él llevaba años despellejando a otros inmisericordemente.
Sólo cuando las dentelladas desgarraron su fina piel denunció a la
jauría de la que él mismo emergió. Había sido jauría para denunciarla
solamente cuando la sufrió. Le pasó a Màxim Huerta, le ocurrió a otros
muchos y puede sucederle a usted o a mí. Somos jauría y un día esa misma
jauría puede destrozarnos a nosotros mismos. En grupo, en jauría
anónima, somos fieros contra los demás, a los que zaherimos con las
dentelladas de nuestra opiniones y comentarios.
Desgarramos con saña y
gratuitamente honras y honores sin reparar en inocencias o
culpabilidades. No nos percatamos de la barbarie que en nosotros habita,
de la rabia que nos domina. Llamamos justicia popular a lo que, en verdad, es un vulgar linchamiento.
Nos escondemos en las redes, pontificamos en las tertulias y cenas, nos
creemos justos y denunciamos el error y el pecado que tan solo en otros
apreciamos. Nosotros, la jauría, somos puros. Los otros, los apuntados,
culpables.
Analicemos nuestro entorno. Recuerde sus propios comentarios, o los míos, o los del vecino del quinto.
Destilamos mala baba, ponemos bajo sospecha a cualquiera que por algo
destaque. Condenamos, por ejemplo y sin juicio previo, a cualquiera que a
la política se dedique porque, ya sabemos, todos los políticos son unos
corruptos. A los jueces los valoramos siempre que condenen duramente a
quiénes nosotros perseguimos. Los despreciamos y criticamos si no juzgan
según nuestro parecer. Queremos sangre y sólo aplaudimos al juez que nos la proporciona.
Las penas crecen y crecen, pero queremos más, exigimos nuevas reformas del Código Penal, siempre para endurecerlo. Repetimos, indignados, que aquí a nadie se encarcela, que a nadie se condena.
Nos encanta – como ya ocurriera con los tatarabuelos de nuestros
tatarabuelos – asistir al espectáculo de las ejecuciones en plaza
pública, cuanto más sangrientas y dolorosas, mejor. Porque, como jauría
que somos, en el fondo, añoramos la bestialidad de aquella inquisición
terrible que juzgaba por simple denuncia anónima, como ahora reclamamos.
Hemos enterrado la
presunción de inocencia, con la complicidad de los gobiernos, el impulso
de las leyes, el combustible de las redes sociales y el beneplácito de
algunos jueces que confunden nuestros ladridos con la justicia del
pueblo, como algunos la llaman. Hemos enterrado la presunción de inocencia para abrazar con entusiasmo la de culpabilidad.
Y, como jauría que conformamos, lo hacemos creyéndonos un dechado de
virtud, cuando, en verdad, nos hemos convertido en unos monstruos
severísimos que terminaremos devorándonos a nosotros mismos.
La presunción de
inocencia – uno de los grandes logros del Estado de Derecho – presupone
que toda persona es inocente mientras no se pruebe su culpabilidad. La
presunción de inocencia nos protegió de las arbitrariedades de los
denunciantes y nos garantizó el derecho de un juicio justo antes de ser
condenados. Ahora condenamos sin juicio previo, despedazamos a dentelladas a las sucesivas víctimas propiciatorias sin concederle el previo derecho a defenderse. Hemos abrazado el inquisitorial principio de presunción de culpabilidad
y toda persona señalada nos resulta culpable mientras no demuestre su
inocencia, si le da tiempo a conseguirlo, claro está, porque,
normalmente, la matamos antes.
La dinámica la conocemos
bien. Una noticia en prensa o una acusación anónima pone en el
disparadero a una persona relevante. Como jauría nos echamos encima,
obviando presunción de inocencia alguna. Si ruido hace, agua lleva, nos repetimos para justificarnos.
Estamos furiosos y ladramos a través de las redes sociales. Los medios
de comunicación, los tertulianos nos siguen y nos guían, sabedores de
que la jauría premia a su alano más fiero, al que el primer mordisco
consiga, al que haga saltar la primera sangre. Después, todos perseguiremos con ímpetu salvaje a la víctima apuntada.
Y así, una vez tras otra. A veces, despedazamos a culpables, que bien
merecido se lo tenían. Pero, en otras muchas, también despellejamos a
inocentes, sin importarnos que su vida quede destrozada para siempre por
nuestra furia vengadora.
Hemos olvidado que el
derecho romano ya postuló que, en caso de duda, debía prevalecer el
principio de inocencia aún a riesgo de que algún culpable se escapara. Blackstone,
en Inglaterra, acuñó la frase célebre que sirvió de guía a los jueces
occidentales durante varios siglos: "Más vale que cien culpables se
salven antes de que un inocente se condene". Benjamín Franklin, uno de los fundadores de Estados Unidos, elevó la ratio a mil culpables libres antes de la condena de un inocente. Ahora preferimos mil inocentes condenados antes de que un solo culpable se salve. Una salvajada, vaya. Matamos sin percatarnos que un día, sin previo aviso, nos matarán a nosotros.
Ojalá logremos abandonar
el espíritu de la jauría que nos posee, ojalá volvamos a abrazar la
presunción de inocencia que nos hace libres. Que no nos ocurra como a Màxim Huerta, uno de los alanos de la jauría,
que no la denunció hasta que no sufrió en carne propia las dentelladas
que a tantos otro él mismo zahirió. Había sido jauría – como nos ocurre a
todos – sin percatarse de ello y cuando vino a darse cuenta del peligro
ya era demasiado tarde. Una víctima despellejada más por la jauría que
él mismo – y usted, y yo y el vecino del quinto - conformaba.
Quiero dejar de ser
jauría. Quiero que la presunción de inocencia reine entre nosotros. No
quiero que nadie dimita por una simple denuncia, deseo que un rumor no
acabe con la vida de tantos. Que seamos inocentes mientras no se
demuestra nuestra culpabilidad. Pero los ladridos siguen y siguen... Ladramos
sin saber que ese salvaje espíritu de jauría, que alivia nuestra
ansiedad y sacia nuestra rabia, terminará, finalmente, por destruirnos a
todos.
fuente: https://www.lainformacion.com/opinion/manuel-pimentel/la-jauria-sangrienta-que-usted-yo-y-el-vecino-del-quinto-conformamos/6350620
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