Durante
muchos años la imagen del latonero formaba parte de aquellos hombres que, para
buscar el pan de cada día, se echaban a la calle en horas muy tempranas
llevando en una moto o bicicleta e, incluso a lomos de un burro, los enceres
necesarios para hacer los trabajos de; afilador, vendedor de helados, de
chochos o, como el caso que nos ocupa, el de latonero.
Este trabajo
más ligero lo ejecutaban en la calle, pero, cuando se trataba de elaborar
nuevos utensilios se los llevaban al taller donde a base de martillazos, daban
forma a la hoja de lata de la que salía: un balde, moldes para queques, las
mangas para hacer churros etcétera.
Con las
latas vacías del aceite confeccionaban; ceniceros, jarras de agua dentadas,
para que nadie bebiera, pues se usaba para poner el agua a la comida. Típica
también era la jarra par el gofio con su tapa y la correspondiente pala.
Y todo se
realizaba artesanalmente usando una escasa herramienta que consistía en un
martillo achaflanado, un soplete portátil que desbancó poco a poco al antiguo
soldador de cabeza de cobre, el estaño reciclado y la mayoría de las veces
rebajado con cinc o puro. Usaban también la cizalla, las mordazas extensibles y
el tornillo de banco que suplió al pequeño yunque manual.
Antaño
cuando las calles y casas eran alumbradas con faroles fueron estos artesanos
los encargados de trabajar la lata hasta darle forma cuadrada con una
puertecita que se abría para colocar dentro una palmatoria con un cabo de vela,
una vela de cera o una lamparilla para alumbrarse.
Recuerdo ver
a los rancheros llevar este tipo de farol cuando les tocaba echar el agua, cosa
esta, que normalmente ocurría por la noche.
Hoy todo lo
adquirimos hecho a máquina y de plástico.
Así eran las
costumbres de mi tierra.
María Sánchez.
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