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domingo, 17 de noviembre de 2013

Expediciones fallidas

así fue como un día ventoso de julio de 1897, bajo los auspicios de Alfred Nobel y el rey de Suecia, este funcionario de patentes y dos colegas subieron a la barquilla de un globo aerostático de unos 20 metros de diámetro en Danskøya (o isla de los Daneses), en el archipiélago de Svalbard. Llevaban trineos de madera, víveres para varios meses, palomas mensajeras para enviar información y hasta un esmoquin que Andrée esperaba vestir al final del viaje. Entre los aplausos y buenos deseos de la prensa y el público, se elevaron en el cielo confiando en so­­brevolar un lugar nunca visto por el ojo humano.
En cuanto despegaron, comenzaron a sufrir los embates del viento. La niebla se congelaba en la superficie del globo, creando un exceso de peso que lo hacía descender. Durante 65 horas y media el Eagle voló a ras de agua, rozando a veces el océano Ártico. Treinta y tres años después, unos cazadores de focas hallaron los cadáveres congelados de Andrée y su tripulación, además de sus cámaras y diarios, gracias a los cuales se supo que habían efectuado un aterrizaje forzoso sobre la banquisa a 480 kilómetros del Polo. El trío no resistió una extenuante caminata de tres meses en dirección sur.
El fracaso –jamás buscado, siempre temido, imposible de ignorar– es esa sombra que se cierne sobre cualquier tentativa de exploración, pero si no fuese por ese gusanillo que tras una empresa fallida nos espolea a examinar de nuevo y replantearnos la situación, el progreso sería imposible. («Inténtalo otra vez. Fracasa otra vez –escribió Samuel Beckett–. Fracasa mejor.») Hoy se reconoce cada vez más la importancia del fracaso. Los educadores buscan formas de que los niños aprendan a gestionarlo. En las escuelas de negocios se estudian las lecciones que de él pueden extraerse. Los psicólogos analizan cómo lo afrontamos, generalmente con miras a mejorar la probabilidad de éxito. De hecho, la palabra «éxito» deriva de la voz latina exitus, «salida», y sí, en efecto, salimos del fracaso para entregarnos al éxito. Uno no puede existir sin el otro. El veterano oceanógrafo Robert Ballard, con cerca de 130 expediciones submarinas y el hallazgo del Titanic en su haber, llama a esta interacción el yin y yang del éxito y el fracaso.
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