Decidir en medio de la incertidumbre es un ejercicio de riesgo; juzgarlo después, una comodidad. La expresión taurina “A toro pasado todos somos Manolete” resume esa facilidad con que todos nos convertimos en expertos… pero solo cuando ya no hay peligro.
El ruedo de la vida está lleno de críticos de barrera. Allí, con puro en mano y chaleco bien planchado, se sientan los sabios de la posguerra del error: aquellos que, mientras el toro embestía con los pitones al aire, guardaban un prudente silencio; pero, una vez que la res se ha ido al desolladero, descubren con asombrosa lucidez la faena que habría que haberse hecho.
A toro pasado todos torean como maestros. Todos citan con la mano baja, todos clavan la estocada perfecta, todos dibujan naturales que harían llorar a la mismísima Macarena. El problema es que, cuando el toro estaba vivo, bravo y con querencia a tablas, nadie se atrevió a saltar al albero.
Es la liturgia de la crítica tardía: ministros que pontifican sobre decisiones que jamás tomaron, comentaristas que descubren la estrategia militar “correcta” después de la derrota, opinadores de sobremesa que arreglan guerras, pandemias y crisis económicas entre el café y la copa de anís. Todos son diestros de salón, toreros de tertulia, maestros de un arte que solo dominan cuando ya no hay sangre ni peligro.
El ruedo de la historia está lleno de toros negros que pillaron desprevenidos a
los gobiernos, a las empresas, a las familias. Y ahí estaban los listos del tendido, calladitos entonces, pero prodigiosos ahora en su sabiduría postrera.
No se mancharon el traje de luces, pero exigen la oreja y el rabo de una faena que nunca hicieron.
El dicho es sabio: “A toro pasado todos somos Manolete”. Porque la valentía se mide en el instante de la embestida, no en el comentario del día después. Y si algo distingue al torero del crítico es que uno pisa el albero mientras el otro solo mueve la lengua.

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