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jueves, 5 de junio de 2025

Lapas y mentiras: la propaganda que estalla

 

Luis Seco de Lucena 

Por Luis Seco de Lucena 

Artículo de opinión

En la cocina canaria, la lapa es manjar humilde, presa del mar y de la paciencia del  que la arranca de la roca. Pero en la política, de los últimos días, la lapa tiene otra  textura: no la del molusco sabroso, sino la de la bomba cobarde que se adhiere en  silencio y estalla cuando menos se espera. De esas, las que explotaban en los bajos  de los coches, sabe bien la Guardia Civil, institución que ha soportado el zarpazo del  terror en carne y sangre. 

Hoy, sin embargo, no son explosivos los que se colocan bajo sus vehículos, sino bulos  diseñados en despachos con aroma a cinismo. La estrategia es antigua: propagar una  mentira, mantenerla viva y jamás disculparse. Una campaña de intoxicación  informativa —como la que recientemente ha intentado salpicar a la Benemérita— no  busca esclarecer hechos, sino sembrar desconfianza. Lo saben bien los gurús de la  propaganda: repetir una mentira mil veces no la convierte en verdad, pero sí en ruido  suficiente para desviar la atención. 

En este caso, el bulo era torpe, mal hilado, y pronto desmentido por los hechos. Pero  no importó. Porque su objetivo no era convencer, sino erosionar. No era explicar, sino  ensuciar. No era buscar justicia, sino desgastar una de las pocas instituciones que aún  gozan de la confianza de gran parte de la ciudadanía. Y esa erosión interesada no es  gratuita: es parte del manual del populismo autoritario, que necesita destruir los  contrapesos del Estado para imponer su relato sin resistencia. 

Quienes han perpetrado este intento no han pedido perdón. Porque no buscan la  verdad, sino la utilidad del escándalo. Y no les interesa el daño causado, ni a las  personas ni a la imagen de la institución. Solo les importa alimentar a su nicho, ese  conjunto de creyentes que consumen cada consigna como si fuera evangelio. Pero,  afortunadamente, hoy el acceso a la información permite que la gran mayoría pueda  contrastar, verificar y desenmascarar. Hoy, las mentiras solo se las acaban creyendo  los fanáticos de quienes las propagan y los propios mentirosos. 

No, políticos buleros, la gente no es tonta. La ciudadanía sabe distinguir entre la crítica  legítima y el ataque malintencionado. Entre el periodismo de investigación y el  panfleto. Entre el derecho a opinar y la irresponsabilidad de calumniar. Y aunque  algunos pretendan que vivamos en una España de trincheras, muchos seguimos  creyendo en una sociedad donde los hechos importan más que los hashtags, y la  decencia más que la inmediatez. 

Porque cada vez que un político intenta manipularnos con mentiras, no solo erosiona  la confianza en las instituciones: nos insulta. Nos toma por idiotas. Y eso, en  democracia, puede ser tan peligroso como cualquier bomba lapa. Porque mientras una  explota una vez, la otra mina la convivencia día a día, sin hacer ruido… hasta que el  daño es irreparable.


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