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Luis Seco de Lucena |
Por Luis Seco de Lucena
Artículo de opinión
En la cocina canaria, la lapa es manjar humilde, presa del mar y de la paciencia del que la arranca de la roca. Pero en la política, de los últimos días, la lapa tiene otra textura: no la del molusco sabroso, sino la de la bomba cobarde que se adhiere en silencio y estalla cuando menos se espera. De esas, las que explotaban en los bajos de los coches, sabe bien la Guardia Civil, institución que ha soportado el zarpazo del terror en carne y sangre.
Hoy, sin embargo, no son explosivos los que se colocan bajo sus vehículos, sino bulos diseñados en despachos con aroma a cinismo. La estrategia es antigua: propagar una mentira, mantenerla viva y jamás disculparse. Una campaña de intoxicación informativa —como la que recientemente ha intentado salpicar a la Benemérita— no busca esclarecer hechos, sino sembrar desconfianza. Lo saben bien los gurús de la propaganda: repetir una mentira mil veces no la convierte en verdad, pero sí en ruido suficiente para desviar la atención.
En este caso, el bulo era torpe, mal hilado, y pronto desmentido por los hechos. Pero no importó. Porque su objetivo no era convencer, sino erosionar. No era explicar, sino ensuciar. No era buscar justicia, sino desgastar una de las pocas instituciones que aún gozan de la confianza de gran parte de la ciudadanía. Y esa erosión interesada no es gratuita: es parte del manual del populismo autoritario, que necesita destruir los contrapesos del Estado para imponer su relato sin resistencia.
Quienes han perpetrado este intento no han pedido perdón. Porque no buscan la verdad, sino la utilidad del escándalo. Y no les interesa el daño causado, ni a las personas ni a la imagen de la institución. Solo les importa alimentar a su nicho, ese conjunto de creyentes que consumen cada consigna como si fuera evangelio. Pero, afortunadamente, hoy el acceso a la información permite que la gran mayoría pueda contrastar, verificar y desenmascarar. Hoy, las mentiras solo se las acaban creyendo los fanáticos de quienes las propagan y los propios mentirosos.
No, políticos buleros, la gente no es tonta. La ciudadanía sabe distinguir entre la crítica legítima y el ataque malintencionado. Entre el periodismo de investigación y el panfleto. Entre el derecho a opinar y la irresponsabilidad de calumniar. Y aunque algunos pretendan que vivamos en una España de trincheras, muchos seguimos creyendo en una sociedad donde los hechos importan más que los hashtags, y la decencia más que la inmediatez.
Porque cada vez que un político intenta manipularnos con mentiras, no solo erosiona la confianza en las instituciones: nos insulta. Nos toma por idiotas. Y eso, en democracia, puede ser tan peligroso como cualquier bomba lapa. Porque mientras una explota una vez, la otra mina la convivencia día a día, sin hacer ruido… hasta que el daño es irreparable.
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