Artículo de Marisol Ayala
Entre 1936 y 1968 once hermanas escondieron durante 33 años a Pedro
Perdomo Pérez. Salió ciego y enfermo y murió en 1974 un año antes que
Franco, su verdugo. Su único delito fue ser comunista. Dos meses después
de su encierro la Guardia Civil ofreció 2.000 pesetas por su paradero
para fusilarlo. Los sobrinos que vivieron noches de zozobra y miedo
recuerdan décadas después aquellos días; eran niños que entraban y
salían de las casas aunque muchos jamás vieron a Pedro.
Pedro Perdomo Pérez, “el topo de La Isleta”, era chófer de guaguas,
tenía 30 años, nació en Haría (Lanzarote) y vino con sus padres a Las
Palmas de Gran Canaria. Vivía en la calle Bentagache de La Isleta con
sus padres y hermanos. Pertenecía al Partido Comunista. El 18 de julio
de 1936 se convirtió en topo para salvar su vida; el 22 de abril de 1969
recobró la libertad ciego y enfermo. Fue dos de los primeros españoles
perseguidos por la dictadura que se presentó a las autoridades tras
prescribir todos los delitos políticos anteriores a la Guerra Civil
español. Un tiroteo en el que murieron dos soldados en la calle Faro el
20 julio del 36 llevó a Pedro a recluirse en varias casas familiares de
La Isleta. Sus compañeros en la refriega no tuvieron tanta suerte y
nueve de ellos fueron detenidos y juzgados por un tribunal militar.
Nunca entró en la cárcel pero estuvo 33 años sin ver la luz del sol,
encerrado en una pequeña habitación de dos metros de largo por uno de
ancho. Para evitar ser capturado el padre de Pedro y un cuñado idearon
un ingenioso escondite. Excavaron un hoyo en el suelo junto al pasillo
de la entrada. Metieron un bidón en él, taparon el hueco con una falsa
pila de agua que en realidad era hueca y lo recubrieron de tierra y
vegetación. Al otro lado del muro que daba el pequeño dormitorio,
hicieron un segundo agujero que camuflaron con una mesilla de noche
sobre la que ponían un quinqué encendido con petróleo para no levantar
sospechas. Así, 33 años. Durante los 33 años se escondió en La Angostura
(Santa Brígida) más tarde en la casa la calle Bentagache y finalmente
en la calle Alcorac, ambas de La Isleta.
Tras su libertad la primera vez que se reunió con su familia fue en
la boda de un sobrino de la que solo existe una foto, en la que ven a
Pedro con gafas oscuras. “Para muchos primos, éramos 82 porque todos los
matrimonios tenían o siete hijos cada uno, verlo por primera vez y
conocer que estaba escondido en casa fue una sorpresa. Es más; él, desde
su habitación, identificaba a la gente por la voz y nos decía “tú eres
tal” y era cierto”, dice su sobrina Francisca Soto
En la España de julio de 1936 pensar de manera distinta a la de los
golpistas militares se pagaba con la vida; Pedro Perdomo Pérez estaba en
el punto de mira de militares y falangistas por lo que no dudó en
encerrarse hasta 1969. Se escondió con 30 años de edad y volvió a ver la
luz con 63. Los años de encierro le pasaron factura a Pedro que,
enfermo, sólo pudo vivir cinco años más. Testimonios familiares,
documentos y el libro “Los Topos”, de Manuel Leguineche y Jesús
Torbado publicado en 1977 que le dedica un capítulo a la vida de Pedro
Perdomo ha permitido reconstruir el calvario de un ser humano.
Sus sobrinos, hijos de Manuela y Cándido, Paquina y Antonio Soto
Perdomo y Jesús Soto, sobrino segundo, recuerdan hoy el infierno que
durante 33 años vivió la familia, padres, hermanos y sobrinos de Pedro
Perdomo; vidas sobresaltadas noche tras noche por patrullas de la
Guardia Civil que aporreaban puertas y ventanas, subían a las azoteas
del barrio para buscarlo. Ellos eran niños pero relatan lo que le han
contado sus padres, lo que conocen, lo que conocieron con el paso del
tiempo y el miedo atroz que veían en sus rostros. La vida de Pedro los
marcó a todos.
Francisca Soto, Paquina: “Yo nací en esta casa mientras mi tío estaba
escondido en ahí, en esa habitación”, cuenta Paquina. “Yo, mis hermanos
y mis primos, igual. Yo sí sabía que estaba en esa habitación, pero mi
padre nos dijo “ahí no se puede entrar y nunca entramos. Ni dijimos
nada”.
La sobrina más pequeña de Pedro tiene 69 años y convivió con su tío
en la calle Bentagache durante la niñez y adolescencia. “Él estuvo
escondido aquí 17 años y sólo se fue cuando murió su madre, mi tía. El
mismo día que ella murió lo llevaron a otra casa, en la calle Alcorac”,
cuenta en el patio de la casa de La Isleta, la misma vivienda en la que
se escondió el topo. “Yo era muy pequeña pero recuerdo a mi tío como una
persona muy buena, que fumaba mucho y que estaba muy blanquito porque
nunca veía el sol. Nunca hacia ruido”.
A los dos meses de estar escondido se publicó una requisitoria
judicial por la cual “se invita al señor Perdomo a presentarse ante la
autoridad competente: se ofrece la suma de 2.000 pesetas a quien
facilite datos de su paradero”, decía. Su opción fue no salir nunca más.
De las once hermanas que lo escondieron solo una queda con vida,
pero no bien de salud.
Pedro vivió los primeros años en casa de su hermana Catalina en La
Angostura (Santa Brígida), escondiéndose entre sacos y alfalfas, pero la
Guardia Civil no cesaba de buscarle en la zona y su hermana Manuela se
lo llevó a su casa, en la calle Bentagache que era más segura; más tarde
vivió con otra hermana en la calle Alcorac, pero siempre auxiliado por
sus otras hermanas, cuñados y algún sobrino. Una le preparaba la comida
para no despertar sospechas, otra le llevaba revistas viejas y cigarros,
pero sus once hermanas estaban pendientes de él para avisarle por si
alguien tocaba en la casa y le dieran tiempo de meterse en el
escondrijo.
“En casa lo llamábamos tío Roque”
Recuerdan los sobrinos de Pedro, Paquina, Antonio y Jesús mucho más
joven que “en casa lo llamaban tío Roque porque mis padres nos enseñaron
a llamarlo así para que si hablábamos de él en la calle no supiesen que
era el tío Pedro, el que buscaban por rojo. Cuánto sufrimiento y cuánto
miedo debió pasar toda la familia, mis tías, mis tíos, todos…”.
Tal era el miedo a las autoridades franquistas que su hermana
Cándida, que lo tuvo 17 años en casa, no le contó ni a sus hijos que
había un familiar escondido en casa. “Mis hermanas y yo”, cuenta
Paquina, “íbamos a verlo de vez en cuando y entonces mi tía mandaba a su
hija, mi prima, a comprar para dejarnos entrar un momento al cuarto
donde estaba mi tío y nadie se enterase”.
“Él lo pasó muy mal sin salir a la calle; apenas se asomaba un pizco
por la noche a la ventana, y nunca, nunca, en los 17 años que estuvo
aquí, le oí hablar de política”, recuerda Antonio. Aterrorizado y
consciente de que un paso en falso le llevaría al paredón, Pedro no
salía de la habitación salvo cuando un sobrino que trabajaba en el
restaurante llegaba de madrugada y le paseaba por el patio para que
estirara las piernas. “Una de las escenas que yo, que ya le digo, era
una niña, recuerdo con mucha tristeza fue ver a mi tío sentado en la
cama, llorando sin consuelo la muerte de su madre, mi tía. No pudo ni
despedirse de ella y yo hoy pienso cómo habrá sufrido al saber en qué
situación dejaba a su hijo. Ella murió muy joven, con 42 años, y siempre
dijimos que de pena, de dolor”. Dolor sin duda, pero fue un accidente
doméstico lo que le causó la muerte. En su escondrijo Pedro enfermó en
un par de ocasiones, pero “íbamos a la farmacia y le pedimos algo para
lo que él tenía, pero diciéndole que era para otra persona, claro”.
“La isleta era muy pobre y una recompensa de 2.000 pesetas era un riesgo”.
“Mi madre nos contaba que cuando leyeron en el periódico que daban
una recompensa de 2.000 pesetas a quien dijera dónde estaba mi tío pensó
que era mucho dinero para la época y que el riesgo a ser delatado era
grande. Dese cuenta que en La isleta éramos muy pobres; había hambre y
miseria, los hombres trabajaban en el Puerto pero ganaban poco. Un día
un vecino que fue a casa de mi tía a pedirme dinero, ya ve usted, le
dijo que esa noche la Falange vendría a buscar a Pedro, pero él ya no
estaba allí. Se lo habían llevado a la casa de una tía tenía una
tiendita, comida y un gallinero detrás, al otro lado del patio, pero esa
noche fueron a buscarle”
En la casa/tienda de esa tía un domingo ella escuchó ruidos de gente
que entraba. Efectivamente. Era la Guardia Civil. Le preguntaron que si
sabía dónde está Pedro Perdomo Pérez, su hijo, conductor de la guagua de
Las Palmas. “No lo sé”, dijeron sus moradores. Entre ellos había un
guardia civil amigo que llegó hasta donde estaba Pedro y le dijo; “mira,
esta noche vienen a buscarte, que lo he escuchado. Recorrerán todas las
casas de familia hasta encontrarte; tienes que salir de aquí. En la
puerta otro dijo lo mismo y entonces mi tío Pedro le mandó un recado a
su madre y le dijo “vete a casa de un vecino y dile que si no le importa
que me tire por su muro al solar y luego salgo al oscurecer”. La
respuesta de Antonio fue “dile que se tire y que salga de aquí a la hora
que quiera”.
Las Palmas de Gran Canaria, abril 1969.
“Cuando supe que estaba libre fui al Gobierno Civil y dije “he estado 33 años oculto”
Cuando terminó al trámite Pedro dio una vuelta por su ciudad “que he encontrado muy cambiada y bonita”
“Un lanzaroteño ha estado escondido desde 1936 tituló La Vanguardia”.
El 22 de abril de 1969 el periódico La Vanguardia publico la siguiente
información: “A últimas horas de la noche del pasado sábado se presentó
en la inspección de guardia del Cuerpo General de Policía de Las Palmas
de Gran Canaria don Pedro Perdomo Pérez, quien ha permanecido oculto
desde el comienzo de la guerra civil española”.
La extensa nota de prensa de la época dice que conocedores sus
familiares de estos hechos “desde entonces han tenido oculto al señor
Perdomo en una habitación; he permanecido en el domicilio de 4 hermanas,
temiendo que me capturaran”, ha declarado. Contó que “primero estuve en
La Angostura y después en una zona llamada La Isleta”.
“La habitación en la que permanecí durante 16 años no ofrecía muchas
condiciones de habitabilidad. Es un cuarto de dos metros de largo por
uno de ancho”.
En su interior la Guardia Civil se pudo ver, dice el escrito oficial
de su entrega, “un somier, una palangana para el aseo personal, un
transistor, una cocinilla de petróleo, una sartén y otros objetos sin
valor.
“En una ocasión —ha declarado el señor Perdomo— estuve enfermo. Creí
enloquecer. Perdí la memoria y no sabía dónde estaba. Sin embargo sin
intervención facultativa ni medicinas, curé aquel catarro, yo creo que
de milagro”.
Preguntado sobre cómo pasaba el tiempo, el señor Perdomo ha dicho qué
leyendo revistas y periódicos atrasados, muy atrasados. “Mis familiares
los tenían con retraso, pues no tenían dinero para comprarlos. Repasaba
una y otra vez la misma lectura.»
“El sábado”, explicó, cuando leí el decreto sobre prescripción de
responsabilidades anteriores a 1939 me llené de valor para ir a
presentarme a las autoridades locales. Sin decirle nada a mi familia,
muy temprano, tomé un taxi y le dije al taxista que me llevara a Las
Palmas. Cómo no sabía dónde estaba la comisaría de Policía, pues durante
los 33 años de ocultación no he salido salvo cuando todo el mundo
dormía, le pregunté a una señora por la comisaría y me indicó que estaba
en la plaza de la Feria, en el edificio del Gobierno Civil”.
“Al llegar ante el funcionario de policía, apenas podía hablar. Me
tranquilizaron y me pidieron que les explicara el motivo de mi visita
tan temprana. Yo les dije mi nombre y que me presentaba porque llevaba
33 años oculto y quería acogerme a la disposición legal que prescribe
todos los delitos políticos anteriores a la Guerra Civil”.
“La Policía me ha tratado muy amablemente. Me extendieron un
documento de identidad provisional, mientras se tramita mi caso. Luego
fui a mi domicilio y luego me di una vuelta por la capital, que la he
encontrado muy cambiada y bonita”, ha agregado el señor Perdomo.
“Mi familia se asustó cuando les dije lo que había hecho pero ahora
están muy contentos y se alegran de que haya obrado así”, ha concluido.
El incidente de la calle faro
En 1977 el libro Los Topos de Manuel Leguineche y Jesús
Torbado recogió la vida de 24 españoles que vivieron escondidos durante
años en diversos pueblos de la España franquista y represiva, entre
ellos el canario Pedro Perdomo Pérez con quien pudieron contactar, pero
todavía tenía miedo y no quiso hablar de su cautiverio: “No quiero
hablar de eso”, dijo. Solo quería poder trabajar para compensar a sus
hermanas de tanto sufrimiento, de tanto como le ayudaron”. En España se
llamó “topo” a las personas que vivieron ocultas tras la Guerra Civil
para poder escapar a la represión franquista en un país en el que “se
degollaban unos a otros”.
La vida de auto reclusión de Pedro Perdomo comenzó el 20 de julio del
36. Ese día él y otros compañeros sindicalistas y militantes de
izquierdas protagonizan un incidente armado con tres militares en la
calle Faro que acabó con la muerte a tiros de dos soldados. Cinco de
ellos fueron fusilados y los otros cuatro condenados a cadena perpetua.
https://marisolayalablog.wordpress.com/2019/11/05/los-secretos-del-topo-de-la-isleta/#more-1254
No hay comentarios:
Publicar un comentario