lunes, 11 de noviembre de 2019

Los secretos del topo de La Isleta

 Artículo de Marisol Ayala
Entre 1936 y 1968 once hermanas escondieron durante 33 años a Pedro Perdomo Pérez. Salió ciego y enfermo y murió en 1974 un año antes que Franco, su verdugo. Su único delito fue ser comunista. Dos meses después de su encierro la Guardia Civil ofreció 2.000 pesetas por su paradero para fusilarlo. Los sobrinos que vivieron noches de zozobra y miedo recuerdan décadas después aquellos días; eran niños que entraban y salían de las casas aunque muchos jamás vieron a Pedro.

Pedro Perdomo Pérez, “el topo de La Isleta”, era chófer de guaguas, tenía 30 años, nació en Haría (Lanzarote) y vino con sus padres a Las Palmas de Gran Canaria. Vivía en la calle Bentagache de La Isleta con sus padres y hermanos. Pertenecía al Partido Comunista. El 18 de julio de 1936 se convirtió en topo para salvar su vida; el 22 de abril de 1969 recobró la libertad ciego y enfermo. Fue dos de los primeros españoles perseguidos por la dictadura que se presentó a las autoridades tras prescribir todos los delitos políticos anteriores a la Guerra Civil español. Un tiroteo en el que murieron dos soldados en la calle Faro el 20 julio del 36 llevó a Pedro a recluirse en varias casas familiares de La Isleta. Sus compañeros en la refriega no tuvieron tanta suerte y nueve de ellos fueron detenidos y juzgados por un tribunal militar.
Nunca entró en la cárcel pero estuvo 33 años sin ver la luz del sol, encerrado en una pequeña habitación de dos metros de largo por uno de ancho. Para evitar ser capturado el padre de Pedro y un cuñado idearon un ingenioso escondite. Excavaron un hoyo en el suelo junto al pasillo de la entrada. Metieron un bidón en él, taparon el hueco con una falsa pila de agua que en realidad era hueca y lo recubrieron de tierra y vegetación. Al otro lado del muro que daba el pequeño dormitorio, hicieron un segundo agujero que camuflaron con una mesilla de noche sobre la que ponían un quinqué encendido con petróleo para no levantar sospechas. Así, 33 años. Durante los 33 años se escondió en La Angostura (Santa Brígida) más tarde en la casa la calle Bentagache y finalmente en la calle Alcorac, ambas de La Isleta.
Tras su libertad la primera vez que se reunió con su familia fue en la boda de un sobrino de la que solo existe una foto, en la que ven a Pedro con gafas oscuras. “Para muchos primos, éramos 82 porque todos los matrimonios tenían o siete hijos cada uno, verlo por primera vez y conocer que estaba escondido en casa fue una sorpresa. Es más; él, desde su habitación, identificaba a la gente por la voz y nos decía “tú eres tal” y era cierto”, dice su sobrina Francisca Soto
En la España de julio de 1936 pensar de manera distinta a la de los golpistas militares se pagaba con la vida; Pedro Perdomo Pérez estaba en el punto de mira de militares y falangistas por lo que no dudó en encerrarse hasta 1969. Se escondió con 30 años de edad y volvió a ver la luz con 63. Los años de encierro le pasaron factura a Pedro que, enfermo, sólo pudo vivir cinco años más. Testimonios familiares, documentos y el libro “Los Topos”, de Manuel Leguineche y Jesús Torbado publicado en 1977 que le dedica un capítulo a la vida de Pedro Perdomo ha permitido reconstruir el calvario de un ser humano.
Sus sobrinos, hijos de Manuela y Cándido, Paquina y Antonio Soto Perdomo y Jesús Soto, sobrino segundo, recuerdan hoy el infierno que durante 33 años vivió la familia, padres, hermanos y sobrinos de Pedro Perdomo; vidas sobresaltadas noche tras noche por patrullas de la Guardia Civil que aporreaban puertas y ventanas, subían a las azoteas del barrio para buscarlo. Ellos eran niños pero relatan lo que le han contado sus padres, lo que conocen, lo que conocieron con el paso del tiempo y el miedo atroz que veían en sus rostros. La vida de Pedro los marcó a todos.
Francisca Soto, Paquina: “Yo nací en esta casa mientras mi tío estaba escondido en ahí, en esa habitación”, cuenta Paquina. “Yo, mis hermanos y mis primos, igual. Yo sí sabía que estaba en esa habitación, pero mi padre nos dijo “ahí no se puede entrar y nunca entramos. Ni dijimos nada”.
La sobrina más pequeña de Pedro tiene 69 años y convivió con su tío en la calle Bentagache durante la niñez y adolescencia. “Él estuvo escondido aquí 17 años y sólo se fue cuando murió su madre, mi tía. El mismo día que ella murió lo llevaron a otra casa, en la calle Alcorac”, cuenta en el patio de la casa de La Isleta, la misma vivienda en la que se escondió el topo. “Yo era muy pequeña pero recuerdo a mi tío como una persona muy buena, que fumaba mucho y que estaba muy blanquito porque nunca veía el sol. Nunca hacia ruido”.
A los dos meses de estar escondido se publicó una requisitoria judicial por la cual “se invita al señor Perdomo a presentarse ante la autoridad competente: se ofrece la suma de 2.000 pesetas a quien facilite datos de su paradero”, decía. Su opción fue no salir nunca más. De las once hermanas que lo escondieron solo una queda con vida, pero no bien de salud.

Pedro vivió los primeros años en casa de su hermana Catalina en La Angostura (Santa Brígida), escondiéndose entre sacos y alfalfas, pero la Guardia Civil no cesaba de buscarle en la zona y su hermana Manuela se lo llevó a su casa, en la calle Bentagache que era más segura; más tarde vivió con otra hermana en la calle Alcorac, pero siempre auxiliado por sus otras hermanas, cuñados y algún sobrino. Una le preparaba la comida para no despertar sospechas, otra le llevaba revistas viejas y cigarros, pero sus once hermanas estaban pendientes de él para avisarle por si alguien tocaba en la casa y le dieran tiempo de meterse en el escondrijo.
“En casa lo llamábamos tío Roque” 
Recuerdan los sobrinos de Pedro, Paquina, Antonio y Jesús mucho más joven que “en casa lo llamaban tío Roque porque mis padres nos enseñaron a llamarlo así para que si hablábamos de él en la calle no supiesen que era el tío Pedro, el que buscaban por rojo. Cuánto sufrimiento y cuánto miedo debió pasar toda la familia, mis tías, mis tíos, todos…”.
Tal era el miedo a las autoridades franquistas que su hermana Cándida, que lo tuvo 17 años en casa, no le contó ni a sus hijos que había un familiar escondido en casa. “Mis hermanas y yo”, cuenta Paquina, “íbamos a verlo de vez en cuando y entonces mi tía mandaba a su hija, mi prima, a comprar para dejarnos entrar un momento al cuarto donde estaba mi tío y nadie se enterase”.
“Él lo pasó muy mal sin salir a la calle; apenas se asomaba un pizco por la noche a la ventana, y nunca, nunca, en los 17 años que estuvo aquí, le oí hablar de política”, recuerda Antonio. Aterrorizado y consciente de que un paso en falso le llevaría al paredón, Pedro no salía de la habitación salvo cuando un sobrino que trabajaba en el restaurante llegaba de madrugada y le paseaba por el patio para que estirara las piernas. “Una de las escenas que yo, que ya le digo, era una niña, recuerdo con mucha tristeza fue ver a mi tío sentado en la cama, llorando sin consuelo la muerte de su madre, mi tía. No pudo ni despedirse de ella y yo hoy pienso cómo habrá sufrido al saber en qué situación dejaba a su hijo. Ella murió muy joven, con 42 años, y siempre dijimos que de pena, de dolor”. Dolor sin duda, pero fue un accidente doméstico lo que le causó la muerte. En su escondrijo Pedro enfermó en un par de ocasiones, pero “íbamos a la farmacia y le pedimos algo para lo que él tenía, pero diciéndole que era para otra persona, claro”.
“La isleta era muy pobre y una recompensa de 2.000 pesetas era un riesgo”.
“Mi madre nos contaba que cuando leyeron en el periódico que daban una recompensa de 2.000 pesetas a quien dijera dónde estaba mi tío pensó que era mucho dinero para la época y que el riesgo a ser delatado era grande. Dese cuenta que en La isleta éramos muy pobres; había hambre y miseria, los hombres trabajaban en el Puerto pero ganaban poco. Un día un vecino que fue a casa de mi tía a pedirme dinero, ya ve usted, le dijo que esa noche la Falange vendría a buscar a Pedro, pero él ya no estaba allí. Se lo habían llevado a la casa de una tía tenía una tiendita, comida y un gallinero detrás, al otro lado del patio, pero esa noche fueron a buscarle”
En la casa/tienda de esa tía un domingo ella escuchó ruidos de gente que entraba. Efectivamente. Era la Guardia Civil. Le preguntaron que si sabía dónde está Pedro Perdomo Pérez, su hijo, conductor de la guagua de Las Palmas. “No lo sé”, dijeron sus moradores. Entre ellos había un guardia civil amigo que llegó hasta donde estaba Pedro y le dijo; “mira, esta noche vienen a buscarte, que lo he escuchado. Recorrerán todas las casas de familia hasta encontrarte; tienes que salir de aquí. En la puerta otro dijo lo mismo y entonces mi tío Pedro le mandó un recado a su madre y le dijo “vete a casa de un vecino y dile que si no le importa que me tire por su muro al solar y luego salgo al oscurecer”. La respuesta de Antonio fue “dile que se tire y que salga de aquí a la hora que quiera”.
Las Palmas de Gran Canaria, abril 1969.
“Cuando supe que estaba libre fui al Gobierno Civil y dije “he estado 33 años oculto”
Cuando terminó al trámite Pedro dio una vuelta por su ciudad “que he encontrado muy cambiada y bonita”
“Un lanzaroteño ha estado escondido desde 1936 tituló La Vanguardia”. El 22 de abril de 1969 el periódico La Vanguardia publico la siguiente información: “A últimas horas de la noche del pasado sábado se presentó en la inspección de guardia del Cuerpo General de Policía de Las Palmas de Gran Canaria don Pedro Perdomo Pérez, quien ha permanecido oculto desde el comienzo de la guerra civil española”.
La extensa nota de prensa de la época dice que conocedores sus familiares de estos hechos “desde entonces han tenido oculto al señor Perdomo en una habitación; he permanecido en el domicilio de 4 hermanas, temiendo que me capturaran”, ha declarado. Contó que “primero estuve en La Angostura y después en una zona llamada La Isleta”.
“La habitación en la que permanecí durante 16 años no ofrecía muchas condiciones de habitabilidad. Es un cuarto de dos metros de largo por uno de ancho”.
En su interior la Guardia Civil se pudo ver, dice el escrito oficial de su entrega, “un somier, una palangana para el aseo personal, un transistor, una cocinilla de petróleo, una sartén y otros objetos sin valor.
“En una ocasión —ha declarado el señor Perdomo— estuve enfermo. Creí enloquecer. Perdí la memoria y no sabía dónde estaba. Sin embargo sin intervención facultativa ni medicinas, curé aquel catarro, yo creo que de milagro”.
Preguntado sobre cómo pasaba el tiempo, el señor Perdomo ha dicho qué leyendo revistas y periódicos atrasados, muy atrasados. “Mis familiares los tenían con retraso, pues no tenían dinero para comprarlos. Repasaba una y otra vez la misma lectura.»
“El sábado”, explicó, cuando leí el decreto sobre prescripción de responsabilidades anteriores a 1939 me llené de valor para ir a presentarme a las autoridades locales. Sin decirle nada a mi familia, muy temprano, tomé un taxi y le dije al taxista que me llevara a Las Palmas. Cómo no sabía dónde estaba la comisaría de Policía, pues durante los 33 años de ocultación no he salido salvo cuando todo el mundo dormía, le pregunté a una señora por la comisaría y me indicó que estaba en la plaza de la Feria, en el edificio del Gobierno Civil”.
“Al llegar ante el funcionario de policía, apenas podía hablar. Me tranquilizaron y me pidieron que les explicara el motivo de mi visita tan temprana. Yo les dije mi nombre y que me presentaba porque llevaba 33 años oculto y quería acogerme a la disposición legal que prescribe todos los delitos políticos anteriores a la Guerra Civil”.
“La Policía me ha tratado muy amablemente. Me extendieron un documento de identidad provisional, mientras se tramita mi caso. Luego fui a mi domicilio y luego me di una vuelta por la capital, que la he encontrado muy cambiada y bonita”, ha agregado el señor Perdomo.
“Mi familia se asustó cuando les dije lo que había hecho pero ahora están muy contentos y se alegran de que haya obrado así”, ha concluido.
El incidente de la calle faro
En 1977 el libro Los Topos de Manuel Leguineche y Jesús Torbado recogió la vida de 24 españoles que vivieron escondidos durante años en diversos pueblos de la España franquista y represiva, entre ellos el canario Pedro Perdomo Pérez con quien pudieron contactar, pero todavía tenía miedo y no quiso hablar de su cautiverio: “No quiero hablar de eso”, dijo. Solo quería poder trabajar para compensar a sus hermanas de tanto sufrimiento, de tanto como le ayudaron”. En España se llamó “topo” a las personas que vivieron ocultas tras la Guerra Civil para poder escapar a la represión franquista en un país en el que “se degollaban unos a otros”.
La vida de auto reclusión de Pedro Perdomo comenzó el 20 de julio del 36. Ese día él y otros compañeros sindicalistas y militantes de izquierdas protagonizan un incidente armado con tres militares en la calle Faro que acabó con la muerte a tiros de dos soldados.  Cinco de ellos fueron fusilados y los otros cuatro condenados a cadena perpetua.
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