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domingo, 2 de marzo de 2014

¿Cómo pudo un orfebre, célebre por su mal carácter y sin formación académica como arquitecto, construir una de las joyas más bellas del Renacimiento italiano?


En 1418 las autoridades de Florencia abordaron por fin un problema monumental que durante décadas habían ignorado: el enorme hueco abierto en la cubierta de la catedral. Año tras año, las lluvias del invierno y el sol del verano caían sobre el altar mayor de Santa Maria del Fiore, o mejor dicho, sobre el espacio vacío que este debería haber ocupado. La construcción del templo, iniciada en 1296, era una afirmación del papel destacado de Florencia entre las grandes capitales culturales y económicas de Europa, enriquecida gracias a las altas finanzas y al comercio de la lana y la seda. Años más tarde se decidió que el glorioso remate del edificio debía ser la cúpula más grande del mundo, lo cual daría la certeza de que la catedral sería «la más útil y hermosa, la más poderosa y honorable» entre todas las construidas hasta entonces.
Pero transcurrieron muchos decenios y nadie parecía capaz de concebir un proyecto viable de una cúpula de casi 50 metros de ancho, sobre todo porque había que empezar a edificarla a 55 metros de altura, sobre los muros ya existentes. Otros problemas atormentaban al consejo catedralicio: los proyectos de construcción previstos eludían los arbotantes y los arcos ojivales propios del estilo gótico tradicional, por entonces el preferido de las ciudades rivales del norte, como Milán, la eterna enemiga de Florencia. Sin embargo, esos elementos eran las únicas soluciones arquitectónicas conocidas capaces de sostener una estructura tan colosal. ¿Podría una cúpula de decenas de miles de toneladas sostenerse sin ninguno de esos elementos? ¿Ha­­bría suficiente madera en toda la Toscana para los andamios y cimbras necesarios para construir la cúpula? ¿Se podría levantar la estructura sobre la planta octogonal impuesta por los muros existentes sin que se desmoronara por el centro? Nadie lo sabía.
Así pues, en 1418 las autoridades florentinas convocaron un concurso para dar con el diseño ideal de la cúpula, ofreciendo un tentador pre­mio de 200 florines de oro para el ganador, y la posibilidad de pasar a la posteridad. Los mejores arquitectos del momento acudieron a la ciu­dad del Arno para presentar sus ideas. Desde el principio el proyecto estuvo impregnado de tantas dudas y temores, de tanto secretismo y orgullo cívico, que un halo de leyenda pronto envolvió la historia de la cúpula, convirtiéndola en una parábola del ingenio florentino y en un mito fundacional del Renacimiento italiano.
En las primeras crónicas escritas, los perdedores salieron particularmente mal parados. Se dijo que uno de los arquitectos aspirantes había propuesto sostener la cúpula con una enorme columna levantada en el centro de la catedral. Otro sugirió construirla con «piedra esponja» (tal vez spugna, un tipo de roca volcánica muy porosa) para reducir su peso. Y aún hubo quien propuso utilizar como andamiaje una montaña de tierra mezclada con monedas, para que los menesterosos la retiraran gratuitamente una vez finalizada la construcción.
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