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viernes, 27 de septiembre de 2013

La esperanza en el progreso



Autor : Rubén Benítez

Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso.»
Walter Benjamin, Tesis de filosofía de la historia
El mito del progreso, la creencia de que el momento posterior será siempre mejor que el anterior, no sólo fue uno de los lemas más importantes de la Ilustración, sino uno de los mitos fundacionales de la cultura Occidental.
Si buscamos el significado de la palabra «progreso» en el Diccionario María Moliner, podremos comprobar que se utiliza como «acción y efecto de crecer y mejorar en cualquier cosa». Se supone que un enfermo hace progresos en la curación de su enfermedad, que la ciudad a la que regresamos después de mucho tiempo ha progresado desde la última vez que la vimos, que el descubrimiento de la máquina de vapor contribuyó al progreso de la humanidad porque permitió hacer más cosas en mucho menos tiempo y con mucho menos esfuerzo. Por eso no es de extrañar que «progreso» siempre se haya considerado un sinónimo de «adelanto» o «desarrollo».
La confianza en el progreso no sólo fue alentado por el ciego optimismo en la razón que difundieron los entusiastas insobornables de la Ilustración. Además fue alentado por las grandes ideologías filosófico-políticas de los siglos XVIII y XIX: el liberalismo, que en su origen pretendía proteger al individuo frente a los abusos del poder político, asegurándole una cuota irrenunciable de libertad; y el marxismo, que creyó a pies juntillas que el devenir histórico iba a favor de los intereses del proletariado y de la consecución de la sociedad sin clases.
Por supuesto, el cristianismo también contribuyó considerablemente al desarrollo y expansión de la idea de progreso mediante la creencia en el «advenimiento del reino de Dios en la tierra».
El progreso incluso fue representado por el modelo de conducta que exhibía Ulises en la Odisea de Homero, como señalaron Adorno y Horkheimer en la Dialéctica de la Ilustración: cada nueva aventura superada, cada nueva astucia urdida, cada nuevo episodio de su viaje de regreso a Ítaca convertían al héroe griego en la encarnación mitológica de la idea de progreso.    
Sin embargo, uno de los efectos perniciosos de la crisis actual, que dista mucho de ser una cuestión simplemente económica -posiblemente, también se trate de una crisis política, ecológica, moral-, es que ha quebrado la confianza que antes tenía la sociedad en la idea de progreso.
La ciudadanía tiene dudas razonables de que el futuro que mañana les espera a las próximas generaciones vaya a ser mejor que el presente. Esta inquietante sensación podemos comprobarla en ese alto índice de jóvenes que en la actualidad deciden emigrar a otro país en busca de un futuro, si no mejor que el presente, al menos más habitable. 
Y este es un pensamiento desolador y hasta cierto punto inadmisible, porque afecta directamente a nuestra responsabilidad como ciudadanos. Debemos preguntarnos qué demonios estamos haciendo tan mal para que ni siquiera nos ilusione la esperanza en el progreso.

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