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domingo, 4 de agosto de 2024

LA MUJERES EN LAS ACEQUIAS

 


En estos días de intenso calor, me vino a la memoria los tiempos en los que las mujeres se

veían obligadas a acudir a las acequias para lavar la ropa de la casa o de alguna señora de

bien que pagaba para que le realizaran este trabajo tan pesado.

Entre las acequias más famosas, recuerdo la del barranco Real situada en San José de las

Longueras, o la de la calle del El Roque entre otras muchas.

Por hablar de las más conocidas para mi, no puedo pasar por alto; las cantoneras que se

encuentran por la zona de Los Picachos o aquellas otras que estaban en el Campillo y que

regaban las plantaciones de plataneras y algún tomatero.

Siempre recordaré a las señoras que portaban sobre sus cabezas grandes barreños llenos de

ropa más uno o dos baldes en las manos. De esta guisa pasaban por mi casa bien temprano

para coger las horas más frescas de la mañana, a muchas de ellas un hijo o familiar les

llevaba el almuerzo, ya que la tarea era bien larga.

Las piedras para lavar se marcaban con una pieza de ropa cuando se iban a la casa para

almorzar. Las que tenían fácil acceso se “metían” dentro de la acequia, y puestas de pie

comenzaban a lavar, tender, rociar y poner a secar aquellas enormes cantidades de ropa.

Para paliar el calor se mojaban la cabeza lo que las refrescaban un poco para continuar

dándole al jabón “suasto” Si el tiempo y las ganas acompañaban allí mismo las

almidonaban, siempre bajo la atenta vigilancia del ranchero que no les permitía usar otros

productos que no fuera el jabón.

Una vez terminada la faena recogían todos sus bártulos y de vuelta a casa para seguir

trabajando debían preparar la cena para la familia o la comida para el día siguiente.

Pero el trabajo con la ropa continuaba al día siguiente cuando tocaba; repasar por si había

alguna para cocer o surcir. Luego tocaba planchar y para esto usaban sendas planchas que

se calentaban con carbón, ahí sudaban la gota gorda.

Vaya para estas sacrificadas mujeres mi sincero recuerdo y admiración.

María Sánchez.

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