Mary Almenara
Hoy llegan a mi memoria las playas de Melenara o La Garita, donde los
marinos salían de noche a la mar en sus frágiles barquillas, solo alumbradas
con unas pequeñas farolas alimentadas con gasoil. Echaban las nasas al agua dejándolas
descansar entre las rocas o sobre la arena.
Las usadas por estas playas eran redondas con un armazón de hierro al que
se cosía la tela metálica dándole su forma característica de tambor.
Cuando la suerte estaba de lado del pescador, las nasas salían con
gran variedad de pescado que, las mujeres, con grandes bañaderas a la cabeza salían
a vender por todo el pueblo.
De este acto guardo algunas anécdotas, sobre todo de la playa de La
Garita. La chiquillería se amontonaba con la pretensión de ayudar cosa que a
los barqueros, al principio no les disgustaba, ya que nos peleábamos por mover los parales para que la barquilla se
deslizara por ellos.
Pero esta alegría de los niños duraba hasta el momento en que la red
llegaba a la arena, a partir de ahí ya molestábamos, pues como niños pedíamos un
“pescadito” y esto no era del agrado del barquero ni de su esposa que procuraban
ignorar, incluso, la ayuda recibida por parte de los hombres que antes tan útiles
le fueron.
La mayoría de estas personas se acercaban para echar una mano desinteresadamente,
sin pedir nada a cambio y solo les movía el afán de ayudar a aquel matrimonio que
trabajaba solo.
En cierta ocasión hombres y mujeres, que también arrimaban el hombro, se
pusieron de acuerdo y, cuando la barca salía, permanecieron sentados en la arena.
A la vista de esto la esposa del barquero vino a pedir que les ayudaran para
sacar la red porque solos era imposible. Lógicamente todos a una se remangaron
los pantalones y tiraron de la red una vez más.
Otro de los recuerdos que me viene a la memoria, es el de las tardes
de verano cuando el mar estaba en calma y veíamos saltar las sardinas. Los
pequeños que hacíamos de vigías, salíamos corriendo a buscar a Periquito el
barquero quien, como alma que lleva el diablo, salía corriendo para echar la
red y aprovechar el (manterio de sardinas) que se avistaba a lo lejos.
Antes de que el barco regresara a la orilla, en esta había tanta gente
como en la procesión de San Gregorio. La familia que en aquellos momentos veraneaban
en la playa, compraban la mayoría de las sardinas que, como medallones de plata
brillaban sobre la arena.
Aquella noche toda la playa de La Garita, se llenaba con el olor del
pescado asado, mientras de alguna casa salía la música alegre de una guitarra o
timple que acompañaba una isa o folia.
Imposible olvidar los juegos al caer la tarde, cuando el sol comenzaba
a ocultarse. Las niñas nos reunimos al zoco de las barquillas varadas en la
arena para jugar al clavo, el anillito… y, como no, mirar a los niños que
jugaban a la pelota por ver si entre ellos estaba el que iba a ser el amor de
nuestra vida.
Ya en la noche eran los mayores los que hacían corros para hablar de
sus cosas, eso sí, las mujeres a un lado y los hombres a otro como mandaban los
cánones de la época.
Tiempos vividos con la felicidad de la inocencia.

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