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sábado, 3 de agosto de 2019

La gente


Marisol Ayala
Ya se imaginan que por mi trabajo he conocido personas maravillosas y muchos imbéciles que están en la creencia de que su cerebro es digno de estudio, que habría que donarlo a la ciencia, vamos. Me quedo con esas personas sencillas, humildes, curiosas y buenas.

Hace doce años una mujer de Valsequillo se puso en contacto conmigo. Le habían detectado un cáncer de mama y estaba aterrada. Quería contármelo para que le aconsejara el mejor médico “Mis niños son pequeños y no los puede dejar solos…”, me dijo. Se había dedicado a cuidar la casa y a los suyos, pero nadie se ocupó de cuidarla a ella. Rosa, nombre ficticio, estaba paralizada del miedo. Tenía unos pequeños ahorros “para comprarle las gafas a uno de sus niños”, doce o trece años, pero le habían hablado de un médico y ella estaba dispuesta a pagar lo que tenía para que ese doctor la viera. Esa era la angustia que quería compartir conmigo.
“¿Cómo se llama?”, pregunté. Me dijo el nombre del cirujano y resultó, casualidades de la vida, que era amigo mío. Trabajaba en la privada y en la pública. Para mí no era ningún esfuerzo decirle que atendiera a la señora advirtiéndole que era una mujer sin medios. La atendió, le dijo que había que operarla y vaciarle el pecho. Quedó estupendamente, una hermana se puso a su lado y la acompañó hasta que le dieron el alta.
El día que nos vimos, ya operada, me contó como un gran secreto que el médico no le había cobrado nada y que le daba vergüenza por mí. “Mira, el médico ya cobró tu operación. La pagó el SCS; él le pasó los gastos al hospital así que no tienes que pagar nada”.
Pasaron las semanas y cuando yo ya estaba en otra cosa alguien tocó en casa y dejó una caja de naranjas, papas, verdura y bombones.
Eran de Rosa. Estaba agradecida.
fuente:   https://marisolayalablog.wordpress.com/  

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