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jueves, 20 de febrero de 2025

EL LIBRO DE BERBEL, «RELATOS y ¡ACCIÓN!».

 

Blog de opinión DESDE MI PROPIA LUNA luisalbertoserrano.wordpress.com


Jules Vega hacía poco que se había independizado de sus padres. No es que le hiciera falta, pero su afición a los locales de música en directo le obligaba a ello. Volver a casa, en la periferia, después de los conciertos, en muchos de los casos se hacía inviable y tenía que convencer a algún amigo para quedarse a dormir en su casa. Y más, cuando empezó a colaborar con el sonido de algunos grupos de rock de poca monta. De esos que no duran tres ensayos sin pelarse.

Pero, con el poco de dinero que ganaba, le dio para pagar un cuchitril en una calle bastante oscura. Se lo pensó mucho. Por un lado, estaba el temor de separarse de sus padres. Él era el hermano mayor de los 4 y el primero que salía de casa y quizás era demasiado joven para ello. Aunque, por otro lado, pensó que era una boca menos que alimentar todos los días. Era de familia humilde. Su padre, sastre, a duras penas logró sacar a la prole adelante, pero nunca faltó un plato de comida en casa. Eso sí, el chico nunca pudo ir a la universidad a estudiar ingeniería, como hubiera sido su deseo. Y ahora, mal pagado, tenía un trabajo para empezar a entrar en el mercado laboral.

La suerte que tuvo era que, justo en la acera de enfrente de su casa, había una librería de ejemplares de segunda mano muchos más baratos. Con esos ojos azules y la sonrisa que le salía sola, fue al tercer cambio de novelas cuando la chica se los metía en la bolsa sin cobrárselos a cambio de que le dejara entradas para los locales donde había rock nocturno. Y en eso pasaba los días. En un cuarto pequeño al que, con el paso del tiempo y paciencia, fue quitando la mugre. Y, acudiendo a los ensayos de las bandas con las que hacía directos los fines de semana para darles consejos de cómo mejorar su sonido.

Uno de los días. Una de las bandas que ensayaba en esos locales recibió la llamada de que su técnico de monitores había sufrido un accidente de coche debido a su constancia y empeño en embriagarse como si se fuera a acabar el mundo. Y, entre las fracturas físicas y la que le pueda infringir el juzgado, iba a estar un tiempo en el dique seco. Qué ironía. La profesionalidad y el celo con el que trabajaba Jules no se le habían escapado al director musical del grupo que ensayaba en el local de al lado y con el que llevaba trabajando desde sus comienzos. Aprovechó que quería fumarse un cigarrillo para decirle al chico que saliera con él. Entre bromas de sonidistas y preguntas dirigidas a ver qué onda iba el chaval; aquello, más que una conversación, estaba siendo un examen de ingreso. Lo pasó con nota, por lo que se puso serio para ofrecerle ser el segundo de la nave. De él dependería que los músicos, dentro del escenario, se escucharan bien para que pudieran dar lo mejor de sí mismos.

Sabía que no tenía la experiencia necesaria, pero era atrevido. Era una oportunidad que le estaban dando para crecer y no quería defraudar. Temía que, si no daba la talla, no volviera a trabajar nunca en eso. Quedaron en que se lo pensaría.  No tuvo que pensar mucho cuando le dijeron lo que cobraría. Un solo concierto de la nueva banda sumaba más de lo que ganaba durante todo el mes con las tres a las que les hacía el sonido. Y, sobre todo, se relajó, al ver que su nuevo jefe le contó que él empezó de la misma manera y que no le dejaría estamparse. Que lo iba a ayudar porque el potencial que veía en él era el mismo que él sabía que tenía cuando empezó, veinte años atrás. Se dieron un apretón en las manos y la única petición fue que respetaran las fechas que ya tenía concertadas con los grupos, que se tendrían que buscar un técnico nuevo. Seguro que alguna acabaría disolviéndose.

Y así fue como Jules empezó a tener un trabajo decente, asegurado y que le daba para ahorrar. La primera medida que quiso tomar, cuando le llegó la primera nómina de la gira que hicieron, que incluía Ciudad Rodrigo (Salamanca), el Tiemblo (Ávila), Malagón (Ciudad Real) y Alcoy (Alicante) con cierre en el Teatro Principal de Castellón, fue mudarse de aquel piso al que, por otro lado, ya le estaba tomando cariño. Y a la librera de enfrente, un poquito, también. Siempre le preguntaba por su novio, con la esperanza de que un día le dijera que lo habían dejado. Eso, y que él estaba contribuyendo mandando dinero a sus padres para que alguno de sus hermanos pudiera tener estudios alguna vez. Contaré que la chica de los libros pasó a un segundo término el día en que, estando Jules leyendo un ejemplar de “Los nombres prestados” de Alexis Ravelo, oyó una voz recitando poesía en la casa de al lado.

El sonido entraba por la ventana. Se escuchaba, pero no se entendían las palabras. Intentó pegar la oreja a la pared y logró escuchar mejor, pero no identificaba las frases. Y así, día tras día. No escuchaba lo que decía, no veía quién lo decía, pero pasaba el rato oyendo como si de una sinfonía se tratara. Y, como tonto no era, llegó un momento en que se dijo a sí mismo que cómo era posible que se estuviera prendado de una voz. Y recordó las leyendas urbanas que dicen que hay gente que se ha llegado a enamorar de la voz de su sistema operativo. Pues le estaba pasando y no sabía cómo gestionarlo. Le contó todo, con pelos y señales, a su jefe. Se rio tanto de él, que se sintió ridículo. Quizás lo fuera, se dijo a sí mismo. Aun así, el hombre le invitó a que se llevara prestado un micrófono de cañón supercardioide, de los que se emplean en cine, que había en unos cajones al fondo y que no usaba desde la época en que trabajó en rodajes cinematográficos, antes de dedicarse a las giras de artistas.

El chico se lo llevó junto a un trípode para poder ponerlo pegado a la pared. Y allí se sentó a esperar a que, fiel a sus horarios, la chica empezara a recitar. Así lo hizo, metódica y disciplinada, como él. Le gustó esa apreciación. Tras la sesión de poemas, que solía durar media hora, estaba ansioso por pasar el audio al ordenador a ver qué se escuchaba y con qué grado de nitidez. ¡Y voilà! No se entendían todas las frases, pero sí algunas palabras sueltas. Las anotó todas para que, al día siguiente, en el ordenador de los locales de ensayo en el que tenía internet, pudiera buscar a ver qué libro estaba interpretando. Se le ocurrió que, si lograba saber qué poema estaba leyendo, podría leerlo con ella. Era absurdo, pero cada día se obsesionaba más con ella. 

Quiso verla físicamente. Y trazó un plan. Dejaría la puerta abierta para oír cuando sonaba la cerradura de la casa de ella y fingir un encuentro casual en el descansillo de la planta. Pero, viviendo sensaciones como las que estaba experimentando, pensó primero en vivir la sensación de escucharla recitar mientras leía el poema. Introdujo los datos en Google y, con las palabras que llevaba anotadas: “metáforas”, “malamañada”, “armas tomar” y “sangre”. Le devolvió que se trabaja de un libro de la poeta Pino Marrero “Berbel” titulado «Poemas impertinentes». Le devolvió que se trabaja de un libro de la poeta Pino Marrero “Berbel” titulado “Las mil y una”. Al día siguiente, sin dilación, bajó a ver a su librera preferida para ver si se lo podía conseguir. Al decirle que no, se decepcionó. Él imploró y ella se apenó, pero no estaba en su mano solucionarle el problema. El chico, rápido de reflejos, le lanzó un reto. Si se lo conseguía, le llevaría al local de ensayo a conocer al grupo nuevo con el que estaba trabajando y que sabía que era del gusto de ella. La chica vio los cielos abiertos y no tardó medio minuto en saber en qué librería podría conseguirlo. Más grande fue el pesar cuando le dijo que estaba descatalogado, y acrecentó la decepción del joven que se fue cabizbajo. Lo había intentado, aunque fuese una quimera. Ella llamó a su novio para que fuera a comprar el libro y llevárselo de inmediato. En una hora ya tenía el ejemplar de “Poemas impertinentes” en sus manos y se pasó la tarde esperando ver entrar o salir a Jules. Al avistarlo, lo llamó. No les quiero decir la cara del chico cuando ella, con la sonrisa de la que sabe que ha hecho feliz a alguien que valía la pena que la vida lo tratara genial, le puso el libro delante. Ahora le tocaba cumplir a él. La llevaría a ver uno de los ensayos de la banda que a ella le encantaba. El trato era justo para los dos.

Esa tarde hiperventilaba y no veía el momento en que llegara la hora del recital de la misteriosa joven. Lo disfrutó de una manera que no había sentido nunca. Ese día la notó más sensual y más sexual. Desde que logró encontrar la página que estaba leyendo, ya leyeron juntos. Ahora sí que reconocía todas las palabras de la joven que recitaba a la poeta Berbel. Y era imprescindible, a partir de ese momento, que había que subir un escalón: Verla en persona.

Se levantó temprano, sabiendo que ella madrugaba, y puso la escucha en ver cuando salía de casa. En todo el día no salió. O ya era mala suerte que ella lo hubiera hecho en el único momento en que fue al aseo. Le dio coraje no verla, porque al día siguiente comenzaba otra minigira con la banda y estaría otra semana fuera. Aun así, se sentó, en el horario preciso, a disfrutar de la voz de la dueña de sus pensamientos. Ese día fue la primera vez que intentó hacer una imagen mental de ella. La vio rubia, delgada, bastante maquillada para su edad y vestida muy juvenil. Esa noche durmió relajado, y le dio alguna vuelta antes en las cosas que le diría cuando la tuviera delante. 

La gira fue en avión hasta Madrid y luego mucho autobús para ir de una ciudad a otra. Él llevaba su maleta con ropa para mudarse, el ordenador que controla la mesa de sonido y el libro de Berbel. Quería ir leyéndolo por el camino. Siempre había renegado de la poesía; de hecho, era el primer libro que leía. Todo por esa voz cálida que le seducía desde el otro lado de la pared. Como tuvo que madrugar demasiado, el primer tramo en carretera lo hizo con los ojos cerrados. Era la tónica de la banda: conciertos por la noche y carretera durmiendo hasta el amanecer para llegar a la siguiente ciudad.  En la segunda jornada, sacó el libro para leer y, fruto del cansancio, se quedó traspuesto con él abierto sobre el pecho. Cuando despertó. Ya no lo tenía. Lo buscó por todos lados, por el suelo, por los otros asientos, le preguntó a los compañeros. No podía ser. Si nadie había bajado del vehículo, tenía que estar dentro. Pero no. Solo había una posibilidad. Alguien se lo había quitado. ¿Quién y con qué motivo? No tiene sentido. Si me lo piden, se lo presto, pero ¿robarlo?

Se montó un buen lío dentro del bus en el que algunos hasta se reían de él por leer poesía. Se enfadó hasta el punto de que pasó enfurruñado el resto de la gira. No sabía qué hacer. Era el nuevo y no podía montar un trifostio violento porque sabía que lo tacharían de conflictivo y, quién sabe, si acabaría despedido. Urdió un plan.

Durante los conciertos que quedaban, se subía a la mesa de sonido general que escucha el público mientras hacían la prueba de sonido y se conectaba a los canales donde había micrófonos cerca a ver qué escuchaba de las conversaciones. En alguna se hablaría del libro, esperaba. Ninguno habló de los poemas de Berbel, pero se enteró de muchas cosas que fue anotando. Los músicos, pensando que hablaban en la intimidad de no tener a nadie cerca, contaban cosas susceptibles de volverse en su contra. Se lo pasaba genial espiando a sus compañeros. De casi todos tuvo cosas guardadas que le servirían para hacerles chantaje. Era ilegal, pero robarle su libro también lo era y estaba decidido a recuperarlo. Focalizó en Adonay, el muchacho que carga los instrumentos de percusión, para presionarle.

Se sentó al lado de él en uno de los restaurantes y aprovechó que eran solo ellos dos en la mesa para presionarle.

—Adonay, sé que tú sabes quién tiene mi libro de poemas —le tanteó, intentando sacar una verdad de una mentira.

Tras varias excusas, entendió que el chaval no sabía nada. Dio un giro a la estrategia y lo amenazó.

—Necesito que me ayudes a recuperarlo. Es muy importante para mí. Eso tienes que saberlo.

—Ya, pero ¿yo qué puedo hacer?

—No sé. Preguntar a ver quién sabe algo.

—Ah, no, ni de coña. Esa es tu guerra; no la mía.

—Ya, pero si yo pregunto, nadie me dirá. En ti, como nadie desconfía, seguro que alguno te da pistas. Es tan fácil como tirarles un poco de la lengua. Solo eso.

—Pues conmigo no cuentes.

—¿No? ¿Y si alguien se va de chisme y cuenta que, cuando sale un concierto en la isla de Lanzarote, pones excusas para no ir porque tienes una orden de alejamiento de la cantante del anterior grupo en el que trabajaste allí?

—¿Qué? ¿Y tú qué sabes de eso? ¿Quién te ha dicho?

—Bueno, entre un batería y el que le coloca sus platillos no hay secretos, y siempre hay gente cerca que escucha las conversaciones. 

—¿Me va a hacer chantaje? ¿Es eso?

- No, Dios me libre. Bueno, un poquito sí. Averigua a ver qué sabe la gente y seré una tumba. Lo juro.

- Te estás metiendo con la persona inadecuada. Lo haré. Pero esto no va a quedar sin factura.

Y pasaron horas y horas en el autobús. A Adonay se le veía moverse mucho, cambiando de sitio a medida que hablaba con unos y con otros. Llegando a Sigüenza, se sentó al lado de Jules. Desde dentro de la chaqueta sacó el libro. Lo había recuperado. Le pidió que no le obligara a delatar al “bromista” que se lo había sustraído. Le contó que pensaban devolvérselo al terminar la mini gira. Que todo era un jocoso divertimento entre compañeros. Algo para hacer más llevaderos esos cansados viajes. El chico, pensando en no meterse en problemas y con el libro recuperado, tampoco quiso ir más allá. El objetivo estaba conseguido.

Y regresó a su casa con un fin obsesivo en la cabeza: conocer el físico de la voz de la que se estaba enamorando.  Trazó el plan anterior, dejando la puerta abierta para escuchar cuando abría la puerta su rubia y delgada vecina. La ilusión, que le salía del pecho hacia afuera, se truncó por una llamada de teléfono. Su jefe estaba indignadísimo de que hubiera estado empleando el viejo método de escuchar a través de los micrófonos y espiando al resto de la banda. No era honesto y eso le había enrabietado. El chico le argumentó todo lo que había pasado con su libro y lo que éste significaba para él. Tenía que recuperarlo como fuera y los compañeros no habían sido justos con él. La discusión acabó con el despido de Jules y, como pago por los servicios prestados, le dijo que se quedara con el micrófono de cine. Y en paz.

Una sensación agridulce le recorrió el cuerpo al escuchar la cerradura de la puerta de su vecina. Corrió y se plantó delante de ella. Se quedó frente a su cara, inmóvil y mudo. Ella lo miró y, al verlo pálido, se asustó. Abrió la puerta de su casa y la cerró, dejando al chico fuera y petrificado. Él, sabiendo que lo había hecho fatal, se volvió a su casa. En su cabeza daban vueltas mil cosas entrelazándose en un caos vertiginoso. Por un lado, se había quedado sin trabajo y, por otro, ya conocía el cuerpo de la voz y no era como él pensaba. Pero lo que era peor, le había infringido un temor injustificado a la chica. Ella era una jovencísima y bella muchacha morena con un sobrepeso que le sentaba muy bien a sus facciones. Se enamoró a primera vista y se quedó mudo frente a ella. Eso fue lo que asustó a la joven. Pero, listo y decidido, se puso a pensar en qué podía hacer para reparar ese día tan aciago. Lo del trabajo, ya lo vería más adelante. Lo de su vecina era más prioritario. Tomó el libro, se fue a la puerta de la casa de ella y se puso a declamar uno de los poemas de Berbel, del libro que tenía en las manos.

Ella, echó un ojo por la mirilla y lo vio leyendo.

—¿Qué quieres de mí? —le preguntó, temerosa.

—Nada. Me conformaré con seguir escuchándote recitar estos bellos versos —contestó abatido, mientras se volvía a su casa.

Se sentó en el sillón, viendo su mundo hundirse. De pronto escucho la voz desde el otro lado del tabique. Era ella leyendo un poema del libro. Él se alegró de que, no siendo la hora de los recitales, ella estuviera haciéndolo. Interpretó que era una señal de acercamiento y le elevó los ánimos hasta límites que hacía mucho que no sentía. 

Y así pasaron de hablarse por el tabique a conocerse en persona. A comentar juntos los poemas del Libro de Berbel. Ella le contó que era actriz y que estaba preparándose para una película en la que ella haría la voz en off de un chico que soñaba con escribir poemas que estuvieran a la altura de su maestra. Él le contó cómo la espiaba con el micrófono específico para rodajes de cine. Y así, comenzaron a grabar los ensayos para luego oírse e ir mejorando las técnicas vocales. Y, entre unas cosas y otras, fue surgiendo el amor entre ambos.

Cuando ya llevaban un mes de “amistad”, él no encontraba trabajo. Se planteó volverse a su casa, a petición de sus padres, que se enteraron de todo al no llegarles el dinero que todos los meses mandaba. Ella organizó para él una cena en un entorno íntimo, con velitas incluidas. Tenía que darle dos noticias. La primera: era que no hacía falta que se fuera con sus padres, que podrían compartir la casa los dos. Y la segunda era que él aportaría parte del alquiler y de la comida con el sueldo del trabajo que le había conseguido. Los productores habían accedido a que el chico empezara de técnico de pértiga a las órdenes del director de sonido de la película.

Y así fue como Jules acabó con el tiempo ganándose la vida en la industria del cine, enamorado de su trabajo y de su morenita.


[FIN]

Luis Alberto Serrano
@Luisalserrano @MiPropiaLuna

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