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lunes, 11 de marzo de 2024

El jardín de nuestra paz interior, en el Centro Budista Tibetano de Las Palmas

 


José Antonio Cabrera. ASSOPRESS

Son muchos los que se preguntan si en un mundo asediado por tantos conflictos, guerras o la crispación política es posible hallar la paz mental. Muy probablemente, y a tenor de los acontecimientos que pueblan la actualidad, tal aspiración nos pueda parecer una utopía. 

Mientras nuestra mirada se derrama anhelante hacia afuera en busca de respuestas, en el pequeño pero
coqueto centro budista Kagyu Shedrub Chöling de Las Palmas, situado entre Mesa y López y Las Canteras, se desarrollaba el pasado 26 de febrero una actividad que iba justo en la dirección contraria, apostando por el silencio y la mirada introspectiva hacia nuestro interior.

Más allá de sus actividades semanales, abiertas al público y totalmente gratuitas, en esta ocasión el reclamo consistía nada menos que en la visita de un gran maestro, uno de los más renombrados y reconocidos que haya pisado estas islas afortunadas. Como cabe suponer, su sola presencia levantó una gran expectación; el centro se llenó hasta la bandera.

Es posible que, en un primer término, una figura tan afamada tuviera el efecto de infundir en los asistentes algún tipo de respeto reverencial que, finalmente, creara una atmósfera de excesiva
rigidez o distancia protocolaria. Pero nada más lejos de la realidad. A su llegada, Drupon Khenpo Lodrö Namgyal rebozaba simpatía y sencillez; nos miraba con ojos vivaces y alegres, acogiéndonos a todos con una risa contagiosa dispuesta a desatarse a la más mínima oportunidad.

Se hace necesario reseñar que su visita a Kagyu Shedrub Chöling fue concitada por el centro budista hermano Kagyu Samye Dzong de Las Palmas, deudores ambos de la misma tradición, y en cuyo centro de Lomo Apolinario el Khenpo (un título equivalente a doctor en filosofía) imparte un curso de enseñanzas budistas. 

Y es que su apretada agenda debe repartirse entre las diversas responsabilidades que demanda su docencia como maestro principal de los insignes institutos de estudios superiores de filosofía budista Rigpe Dorje, en Kagyu Dechen Ling, India, y en Pullahari, Nepal, aparte de sus numerosos viajes por todo el mundo. Por tanto, disfrutar en este humilde rincón del Atlántico de unas enseñanzas de alguien tan cualificado se antoja todo un privilegio.

Tras algunas breves fórmulas rituales propias del budismo tibetano, y que tienen como objeto preparar la mente para desarrollar la meditación, el Khenpo nos asegura con total convicción que sí, que la paz mental es del todo realizable pese a los condicionamientos externos. Nos explica que para lograrla hay que ejecutar tres sencillos pasos: la disciplina ética, la meditación propiamente dicha y la sabiduría.

La disciplina ética, nos sigue instruyendo, debe entenderse como un compromiso firme de no dañarnos a nosotros mismos ni a los demás. Debe ser acompañada de una constante reflexión acerca del resultado de nuestras acciones, si son dañinas o aportan bienestar, y entonces comprometernos en evitar las primeras y cultivar las segundas.

 La meditación es la práctica que asienta nuestra mente en un estado de calma, de modo que podamos observarnos mejor y ayudarnos a mantener la disciplina ética. La sabiduría, nos advierte de primeras el Khenpo, es el paso más difícil. Nos ruega que no aspiremos a realizarla en un plazo demasiado breve, sino a lo largo de nuestra vida, cosa que iremos logrando paulatinamente con la práctica sincera y continuada de los dos pasos anteriores.

A continuación, nos sugirió que enfocáramos nuestra mente en un objeto y que intentáramos mantener la atención sobre él tanto como nos fuera posible. Nos dijo que podría tratarse de cualquier objeto, imaginario o real, o también, como suele ser habitual en las prácticas de meditación budista, nuestra propia respiración. Lo dejaba a nuestra preferencia.

 Después de hacer sonar un cuenco metálico, permanecimos en silencio durante unos diez minutos.
Encontrarnos en una sala rodeados de tanta gente en silencio nos sumerge en un ambiente
de quietud inexplicable, se establece una especie de conexión sutil. De repente no tenemos nada que
hacer, nada de qué ocuparnos, por tanto, de algún modo, después de una primera fase de
incomodidad —el silencio suele abrumarnos—, empezamos a sentirnos relajados y a gusto.

Por unos breves instantes, encontramos la paz. Y eso hace que nos preguntemos: ¿podría
encontrarla también el mundo? Quizás se trate de que la paz necesita un espacio para ser cultivada y
poder crecer. El espacio de nuestro jardín interior.

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